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Mostrando entradas de septiembre, 2013

Otoños lejanos

Me asomé al que antes era el remanso de tu mirada y encontré un abismo al que caí, desbordándome por el acantilado como la poesía por tus ojos, con un iris becqueriano más desgastado que el amor y más inmenso que el océano. Me asomé y encontré un deshielo imparable, un cuentagotas infinito de lágrimas que se derretía y amenazaba con inundarlo todo, agonicé por un instante en el frío glacial de tus pupilas que centellearon brillantes y mojadas, y la cascada atronó en tu valle. Te contemplé por detrás de tu propio reflejo,  atravesé el páramo de tu expresión vacía y aguada y miré más allá, en la lejanía, y entonces regresé y me coloqué justo en frente de ti. Me pregunté entonces cuanto hacía que no te observaba así, desnuda, transparente y traslúcida; la luz se iba colando en tus poros y tus ojos se volvían espejo de lo que yo veía de ti, haciéndote un espejismo aún más inverosímil. Por fin rompiste a llorar. Detrás de aquella estatua momentánea de hielo te desmoronaste y no m

La foto salió movida

Aún después de tantos años sigo observando aquella fotografía con la esperanza de que sus líneas no estén distorsionadas. Hoy recuerdo mejor los rasgos de la persona que la echó que de la que me acompaña en el retrato, inmortalizado y vago al mismo tiempo. Cuando pulsó el botón me estaba mirando a mí, no a la cámara, ni se esforzaba en apuntar al objetivo; le temblaban las manos mientras sujetaba el aparato y lo único que deseaba era arrojarlo contra el suelo, por decoro supongo que no lo hizo. A cambio, realizó una fotografía borrosa y totalmente difuminada en sus prisas por escapar de la situación. No me dejó una estampa de calidad, pero a cambio imprimió su mirada feroz en mí durante esos segundos eternos en que sostuvo la máquina y sus ojos al nivel de los míos, anonadados ante la imagen que tenía ante sí y que se le pedía hacer eterna. Reflejado en el objetivo vi mi propia sonrisa que se volvió incómodamente falsa ante el fotógrafo, mi acompañante no lo percibió y nunca pudo sabe

#6 Hace cuarenta años. (Biblioteca de cámara)

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Este libro me ha encontrado a mí más que yo a él, aunque debería existir un mapa del tesoro que marcara con una cruz el punto de la costa del Mar del Norte donde se forjó esta historia, para ir a buscarlo. Es un libro joya, pequeño pero tan intenso como las olas frías de la ciudad belga de Knokke. Repito que este libro me ha encontrado a mí, las casualidades belgas me persiguen. Pero vayamos al libro: reitero, es una joya, un tesoro en sí mismo. Es de esos secretos tan bonitos que hasta he dudado en publicarlo, porque es tan íntimo, tan personal; me imagino a la autora compartiendo esto, abriendo el corazón de una manera tal como no había visto en tiempo, y no puedo más que estremecerme. Es un detalle hermoso que se te clavará dentro y que no podrás dejar ir, se hará un hueco predilecto en tu escondite de historias de amor; porque sí, esta es una historia de amor, de Amor con mayúsculas, un sueño real y breve, como algunos consideran que han de ser las cosas buenas. "Hay

Golpe a golpe

El reloj dio las doce y decidí que ya había esperado bastante, así que cogí la gabardina y me lancé a la negrura de la noche. Conocía de sobra por tiempos pasados los sitios menos recomendados de la ciudad, muy recomendables en cambio para mí esa víspera, porque algo había cambiado, algo me había pasado, y necesitaba un hecho drástico para marcar a fuego la línea divisoria. Por eso me encaminé hacia el barrio ruso, que podría haber sido nombrado con cualquier otra nacionalidad de los países del este, y comencé una guerra interior dando el pistoletazo de salida. Unas cuantas rayas de coca por mi nariz fueron las balas que ametrallaron mi cerebro. Con menos dinero y mucho menos miedo, me dirigí hacia el club. No me interesaban las chicas ni las apuestas esa noche, mi destino estaba en el sótano detrás de una pared falsa. Tras dar el santo y seña, la puerta se abrió y una nube tóxica de sudor y sangre me impregnó de arriba a abajo. Tiré la gabardina a una esquina, ya no la iba a necesit

Sidi Ifni

Crecí en las rodillas de mi abuelo escuchando fábulas de animales y cuentos fantásticos, y esa es una larga historia que merece ser contada con más calma y detenimiento. Cuando yo cambié y cambiaron mis circunstancias, es decir, cuando me aumentaron los años y a él le pesaban más, los cuentos infantiles terminaron y esa nostalgia de la niñez me invadió aún sin yo saberlo. Sin embargo, mi abuelo es un contador de historias nato y, al pasar los lustros, un día me di cuenta de que, sin quererlo, en realidad quizá me había estado relatando sus propias vivencias, si bien adornadas y hechizadas. Entonces me propuse abrir más las orejas y hacerlas tan grandes como las del lobo que se come a la abuela, y así devorar yo al mío a fuerza de escucharle siempre que pudiera. Por eso, puedo hacerme ahora eco de algunas maravillas que sin la memoria de nuestros mayores no conoceríamos, no con ese lado humano y entrañable, no con ese olor a anciano pero a la vez a tan joven, no con ese brillo en los

Otoños pasados

Eras como una de esas canciones más bien largas que a mitad de estar sonando cambian de ritmo y se vuelven algo totalmente nuevo, como un paréntesis en una melodía que depara giros y notas distintas y atípicas, casi desafinadas, notas de música y de frescura.  Eras como un relámpago en mitad de un día de sol, un imprevisto, algo tan fuera de lugar y a la vez tan dentro de todo, no encajabas y eso te hacía pertenecer a aquello que te repudiara, eras inevitable, y dudo que lo supieras pero yo tampoco quería evitarte. Eras, eras, el verbo ser te inundaba y tú no te dabas cuenta. Eras con toda tu esencia una fragancia única e inimitable, y tu gracia residía en que nadie se hubiera atrevido a juntar esos elementos químicos para formar tu olor, por eso eras un don en sí mismo, casi un milagro. Eras absolutamente imperfecto, te desordenabas el pelo y daban ganas de dedicarte miles de esas frases de adolescentes que se mueren de amor, de esas que lo describen cuando aún ni

¿Puedo volver a nacer?

Solía entrar a mi habitación a despedirse de noche, a veces mientras yo estaba sentada en la mesa terminando las tareas o cuando ya me encontraba en la cama. Según la situación, bien cogía un lápiz de color y hacía garabatos en los márgenes, bien sacaba un libro del estante y conversaba con los personajes de los cuentos, o desordenaba estos y los esparcía por el cuarto. Intentaba llamar mi atención pero yo la ignoraba, ajena. Siempre luchaba con mis peluches antes de irse con la cabeza gacha, fingía que la atacaban y los cogía forcejeando y gruñendo, para al final ganar sin excepción la batalla. Hasta que un día la perdió, y mi infancia salió la última noche por la ventana sin que yo pudiera despedirme, como ella tantas veces había intentado. Mi infancia saltó y se destrozó al caer, y ahora camina con un bastón tan viejo como mis dientes de leche; lo sé porque la he visto alguna vez, agazapada detrás de algún juguete roto, rencorosa y triste porque el final llegó de golpe sin darnos t

Cuando la ciudad es una trampa y tu país su aliado

Recorro las calles de mi ciudad de adopción con más prisa que ningún año, porque este año es peor que ningún otro, y los números dicen que esta función es creciente. Las prisas me ayudan porque me impiden apreciar ciertas cosas, pero aún así, de soslayo, no puedo evitar ver lo que mis ojos, culpables por pasivos, no quieren mirar. Antes me era más fácil deleitarme en los edificios bellos, en sus fachadas y cornisas, en las pequeñas cúpulas de algunas azoteas; en las estatuas  y jardines, en la altura de los árboles y en las iglesias; en los escaparates y en el olor de las panaderías, en el clamor de los bares y el discurrir de la gente; en los paseos, en el río, en la catedral y su plaza, en los detalles de Murcia, qué hermosas eres, qué hermosa eras; era más fácil disfrutar del murmullo de la ciudad. Fácil. Vivir en la comodidad es fácil. La seguridad es fácil. Tener un techo y dinero en el bolsillo es fácil. Creer que dispones de futuro es fácil. La vida es más fácil de lo que c

Soliloquio desnudo

Me piden que desnude la voz. Que me exhiba propia, yo, sin adornos ni baratijas, sin piedras preciosas ni altruistas. Me exigen una transparencia incorpórea y grave. Pero ¿y si detrás de mi desnudez no hay nada? El vacío es en sí mismo una existencia, un monstruo de ojos negros y sangre caliente, la peor pesadilla que si fuera mujer llevaría tacones de aguja y un abismo en la mirada. El acantilado tiene las piernas esbeltas y morenas y es insoldable. He olvidado cómo saltar. Te pido que desnudes la voz. Que seas sincero, tú, sin adornos ni perfecciones, sin mejoras inverosímiles. Te exijo que te hagas transparente y eterno, porque sé que detrás de tu desnudez está el infinito. El infinito que es nuestra existencia, un lobo disfrazado de felino que no sabe a quien morder, un aullido agudo que resuena en las montañas, anciano como la Luna pero sin edad. El eco tiene paciencia y sabe esperar. El salto es impaciente, la desnudez ingrávida, el cielo sólo una promesa desleal.

El último tren

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Un libro, como un viaje, se comienza con inquietud y se termina con melancolía. J.Vasconcelos. Podría decir que no me gustan los aeropuertos, y empezar con un cliché triste y melancólico lleno de despedidas agridulces y tópicos hollywoodenses, pero lo cierto es que iré contra corriente y diré la verdad: me encantan los aeropuertos. Son como una puerta mágica, como un portal que te lleva a un destino soñado, son un milagro con alas, son la ventana abierta a un viaje real. Para los viajes no reales, aunque muchas veces se tatúan en la memoria como si lo fueran y nos hacen sentir más que la realidad, tenemos los libros. Los aeropuertos juegan un papel significativo como medio de transporte en la imaginación, y es que te hacen levantar los pies del suelo, y así tus pensamientos también vuelan. No conozco una sensación igual que estar elevado entre las nubes y detenerte en el tiempo, mirar por la ventanilla y dejar vagar la mente, dibujar formas y sueños entre el algodón del cielo.

Suspiro africano

Caía la tarde y los niños correteaban haciendo ruido por la aldea. A esa hora el calor era pesado y el sudor se pegaba a la piel, pero los pequeños jugaban con las cabras en el corral, las barrigas hinchadas y las moscas entre los ojos. Los animales eran escuálidos pero daban leche y eso ayudaba a la materna. Mamadou ponía un poco de orden en el alboroto cuando los ancianos protestaban chocando las manos y moviéndolas con gestos de disgusto. No era el mayor de sus hermanos pero sí el más sensato, y haciendo honor a su nombre se ganaba el elogio de los viejos, demasiado cansados para siquiera moverse apoyados en la pared de piedra. Esa tarde Mamadou sabía que su padre volvía antes de remover la tierra porque se presentían lluvias para la noche, así que aguardaba impaciente el momento de verle aparecer para ir veloz a la aldea vecina. Allí había una casa donde vendían café y a su Baba le encantaba, aunque fuera muy caro para poder beberlo a menudo. Mamadou juntaba lo que podía y cuando

#5 El nombre que ahora digo. (Biblioteca de cámara)

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"La guerra, la guerra era un laberinto de mujeres vestidas de negro, de perros perdidos y niños que jugaban a la guerra, de niños que jugaban a los muertos, a ser muertos como su vecino al que le había caído un cascote de metralla mientras tomaba una sopa con restos de patatas y anguila o pagel o rodaballo, un pez que asomaba su raspa entre el caldo naranja, un estanque tintado de pimentón o sangre. Un pez que no nadaba, que miraba con su ojo muerto los ojos muertos del vecino, el trozo gris de metralla del que goteaba una sangre espesa y oscura, lenta, vaga, aburrida la sangre de tanta guerra, de tanto fluir por cabezas, pechos y espaldas, cansada de salpicar paredes, mesas, árboles, adoquines y tapias. La guerra era una soledad con bombas, voces y banderas, una soledad de niños y de muertos. De ojos, de peces sin vida. Un relámpago que estababa dentro de mi cabeza. La guerra era yo". Antonio Soler. Si después del texto de arriba necesitas alguna razón más para av

Primera última cita

- Hacía mucho que no compartíamos un helado. - No sé, me he acostumbrado a pasear solo. - No es sólo eso lo que me preocupa. - Las preocupaciones van y vienen, y dejan lugar constantemente a otras que nos parecen mayores, y las antiguas se vuelven nimiedades. - Mi preocupación está muy presente física y emocionalmente aquí y ahora. - Tal vez el error radica en el lugar en el que nos hallamos y en el tiempo. Tal vez no sea nuestro momento ni dónde deberíamos estar. - Antes no decías eso, te has vuelto tan amargo como el tabaco que no puedes parar de fumar. - El humo me calcina los pulmones y me hace olvidarme así del corazón. - ¿Es esa la estela negra que quieres ir dejando a tu paso? No te reconozco. - Definitivamente hacía mucho que no compartíamos un helado, los árboles están empezado a amarillear, como mis dedos y mis dientes. - No me gusta esto, no me gustas así, pero yo aún te quiero. - El bosque empezará a perder sus hojas y nuestros pasos se desvanecerán e