Entradas

Mostrando entradas de diciembre, 2015

Vainilla

En los bosques, las ramas de los árboles estaban desnudas y ateridas, mirando desde las alturas la alfombra de hojas que la estación de la caída había tejido a su costa, adivinándose tras sus troncos indefensos los picos nevados de las montañas. En las ciudades, la gente empezaba a ponerse nerviosa al volante, se acercaba la hora punta de la salida del trabajo y querían escapar de la circulación cuanto antes, pitaban impacientes, encendidos por las luces navideñas y atosigados por el reloj. En los pueblos, las campanas empezaban a repicar llamando a la misa de tarde, algunos ancianos salían de sus casas con un bastón en la mano y una manta sobre los hombros, y las madres bajaban las persianas para guardar dentro el calor del hogar. En un universo aparte, estaba nuestra playa. Tu silueta se recortaba sobre el horizonte, un perfil que me sé tan de memoria que podría dibujarlo a ciegas sobre la arena, hundiendo el dedo en ella y creando líneas como las que recorro en tu espalda

Más de 24 motivos

Puedo ponerme digna y decir:  Que amigos son los que sacan lo mejor de ti sin pretenderlo, ni ellos, ni tú, Que no importa ni cómo ni cuándo, ni ciento volando, ni ayer ni mañana... Que el fin del mundo nos pille bailando, Que lo pasable no pase de moda... Que los otoños nos vean crecer, Que seamos siempre piratas, algo locas y como te digo la "CO te digo la O".  Pero reconoce que es duro aceptar: Cualquiera puede simpatizar con las penas de un amigo, simpatizar con sus éxitos requiere una naturaleza delicadísima. Sumo y sigo: Tenemos memoria, tenemos amigos... No voy a negar que has marcado estilo. Tenemos el lujo de no cambiarnos nunca, Y aunque sé que no es la mejor felicitación del mundo, Juro que es más sincera que cualquiera. Adivina, adivinanza, ¡¡¡24 felicidades y 500 besos!!! Que este día sea muy especial para ti, que nadie te quite la sonrisa, que sepas que aquí tienes una amiga, que aunque no esté, estoy. Que seas feliz e

Migajas

Empujó suavemente la puerta de la cocina, por miedo a que la madera fuera vieja y se quejara con un chirrido estruendoso. Una vez dentro, la volvió a cerrar con cuidado, y se encontró en medio de una tenue penumbra. Se dirigió hacia las ventanas y descorrió las cortinas de volantes fruncidos, que al moverse soltaron miles de partículas que brillaron con los haces de luz que empezaron a colarse por el cristal. En la estancia había un fuerte olor a plátanos maduros, que en seguida localizó en el centro de la mesa que presidía el lugar; amoratados, arrugados, encogiéndose sobre sí mismos, como si hubieran recibido una soberana paliza. Las paredes estaban recubiertas de armarios color ceniza, cuyas puertas dejaban entrever lo que había dentro a través de un vidrio tintado de verde: una vajilla en crema, tazas de loza, una tetera, enseres diversos y algún jarrón. Los tiradores de los cajones de latón brillaban en medio del resto de tonos mate. En el fregadero, se apilaban una serie de vaso