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Mostrando entradas de 2019

Carta al hombre que nunca fuiste

Seguro que estabas borracho y no te acuerdas de esto. Pero la primera vez que fuimos hacia el norte llovía a cántaros y casi nos despedimos del mundo por un volantazo mal dado. Digo que estarías borracho porque te pasabas así cada mes de febrero, del 15 al 28, irremediable e ineludiblemente. Disimulabas tu aliento a Bourbon eyectando espray de menta en tu garganta cada quince minutos. Pero cada otros cinco la mano se introducía en el otro bolsillo de tu pernera y sacabas una petaca en vez del aerosol. Supongo que te tranquilizaba autoconvencerte de que no nos dábamos cuenta. Años después ella me contó que, durante ese viaje, tiraba las botellas del maletero cuando no la veías, pero tú volvías a reponerlas obcecado en la gasolinera más cercana. Aquel era el séptimo febrero que acababas el mes del desamor así, y debió pensar que era suficiente. Así que se decidió a poner tierra de por medio. Nos montó a todos, a ti, tu petaca y tu espray mentolado en el 4x4 y arrancó el motor de

La criatura

Hay una bestia negra que crece en el fondo de mi bañera. Se alimenta de mis miedos, así que intento recogerlos y esconderlos por toda la casa, para que no lleguen hasta el cuarto de baño. Si los dejo así, a la vista, la alimaña crece más rápido. Es una criatura sinuosa como una serpiente, pero no tiene cabeza ni cola, ni principio ni final. Se enrolla sobre sí misma expandiéndose a medida que crece lo oscuro dentro de mí. El bicho no pica, ni muerde, ni grita. Solo existe. Y con su existencia desvanece la mía. La primera vez que le vi estaba enjuto y encogido detrás de la botella de champú. La siguiente vez se había escurrido tras la cortina; la moví esperando que desapareciera pero ni se inmutó. Después de unos cuantos días no tenía ni que buscar al monstruo con la mirada, su presencia era ineludible. Me acostumbré, como se acostumbra uno a casi todo. Cuando me ducho tiene la decencia de apretarse contra la pared opuesta, pero no dejo de verlo por el rabillo del ojo, así que ya

Maremoto

Un día, a última hora, tomaré el camino que lleva a la costa, ese que se bifurca en miles de recodos y no permite adivinar el mar final. Pero, el mal final. El mal final es ese que no te deja dormir, que te atenaza las sienes y las manos, y dibuja pesadillas en los rincones de la playa hasta que despiertas de la vida. Y el despertar. Cuando tomas la curva en la tercera ola, dos rocas a la derecha, una a la izquierda, de frente hasta que te engulla la marea, en el horizonte encontrarás el destino. Pero, el desatino. Ese día, a última hora, el camino de la costa, las curvas, las rocas, el timón dará un volantazo y se cernirá una oscuridad de sal. Y la salida. Despertar, frente al mar enlatado, mientras las sardinas huyen despavoridas y el camino de la costa no permite adivinar el mal final.

El día que nunca ocurrió

El reflejo distorsionado que le devolvió la grifería del baño de la oficina hizo que diera un respingo, en esa situación indecorosa en la que se encontraba. Con los pantalones bajados hasta las rodillas y la taza del honorable forrada de papel, vio su caricatura en uno de los pomos metálicos del lavabo y se autocompadeció de sí misma.  La escena era tan patética que poco importaban la camisa de marca, los zapatos lustrosos o el corte de pelo a la última que había copiado de la famosa de turno. El baño se había convertido en una galería de espejos deformantes y ella era ese payaso que no hace gracia a nadie. Ese fue el momento en el que decidió cambiar de vida. Lo vio claro. Saldría ahí fuera, con el ruido de la cisterna aún de fondo, pisando fuerte y con el semblante altivo. Las cejas orgullosas, pero el ceño libre. Sus compañeros quizá advirtieran una energía extraña a su paso, pero estarían tan ensimismados en sus quehaceres que pensarían que había vuelto a estropearse la calef

La puerta

El primer día que llegué a la casa la sentí sombría e inhóspita. Ajena a mí. Me costó encontrar un espacio allí dentro en el que ubicarme y, en mi indecisión, mientras estudiaba la extraña forma de la estancia principal, reparé en las puertas. Por la mirilla de la tuya salía luz. Me paseé delante de ella durante horas, días, semanas, mientras construía en mi cabeza mi propia maqueta, diseñaba la estructura, decidía los colores. Pasaba el tiempo despacio, pesado, como en los largos días de verano, aunque en la casa era invierno. Y tu puerta cada vez se iluminaba más. Cuando mejoró el frío y la casa se volvió cálida, empecé a preparar los materiales, levantar los tabiques, apuntalar las paredes, situar las ventanas. Para cuando decidí colocar mi puerta, del diminuto ojo de buey de la tuya brotaba ya un fuerte rayo de sol.  El calor casi había llegado. Pensé que a lo mejor no me hacía falta cerrar aquel último rectángulo de la construcción. Después de todo,