La puerta

El primer día que llegué a la casa la sentí sombría e inhóspita. Ajena a mí.
Me costó encontrar un espacio allí dentro en el que ubicarme y, en mi indecisión, mientras estudiaba la extraña forma de la estancia principal, reparé en las puertas.

Por la mirilla de la tuya salía luz.

Me paseé delante de ella durante horas, días, semanas, mientras construía en mi cabeza mi propia maqueta, diseñaba la estructura, decidía los colores.
Pasaba el tiempo despacio, pesado, como en los largos días de verano, aunque en la casa era invierno.

Y tu puerta cada vez se iluminaba más.

Cuando mejoró el frío y la casa se volvió cálida, empecé a preparar los materiales, levantar los tabiques, apuntalar las paredes, situar las ventanas.
Para cuando decidí colocar mi puerta, del diminuto ojo de buey de la tuya brotaba ya un fuerte rayo de sol. 

El calor casi había llegado.

Pensé que a lo mejor no me hacía falta cerrar aquel último rectángulo de la construcción. Después de todo, ¿qué había que proteger? Seguro que agradecería la corriente fresca por la noche, el rocío del amanecer, un horizonte al que asomarme a contemplar tu puerta, la casa y el mundo.

Un día me pudo la curiosidad.

Y me asomé.

Del todo.

Coloqué el ojo izquierdo sobre la mirilla y el resplandor me cegó. Era de esperar, pero quería ver la luz al final de ese túnel. Cuanto más miraba, más se acostumbraba mi pupila y más entendía qué había ahí dentro, detrás de esa puerta.

Un tesoro que brillaba.

Me quedé allí durante horas, días, semanas, mientras deconstruía en mi cabeza todo lo que conocía, todo lo que había creído saber hasta ahora, todo lo que amaba.
Pasaba el tiempo rápido, vertiginoso, como en las breves noches de verano, aunque en la casa se habían parado las estaciones.

Y alguien me devolvió la mirada.

Y te vi.

Nítido.

Con la sorpresa no me di cuenta de que había aparecido un pomo sobre la madera. Empezó a girar y la puerta se abrió de par en par, dejándome desprovista de todo secreto. Aturdida. Confusa. Mareada en una montaña rusa cuyo viaje duró apenas unos segundos. 

Y apagaste la luz. 

Pestañeé. Una vez. Y, de pronto, dentro todo era lluvia, pero el vértigo que seguía anclado en mi estómago me gritaba que no había sido mi imaginación. Si mi vientre temblaba era porque algo lo había agitado. Estaba ahí, yo lo vi. Durante horas, días, semanas. Siempre había estado ahí.
Ahora tu puerta estaba abierta pero dentro no quedaba nada.

Solo oscuridad, viento y agua.

Corrí a refugiarme al espacio que me había construido, que en la inocente inconsciencia dejé sin protección. Probé mil formas de guarecerme de la tormenta, pero entraba por aquel maldito agujero que cada vez se hacía más grande. Me ponía de cara a la pared, dando la espalda a tu puerta y sintiendo el miedo en las vértebras. 
Intenté tapiar las ventanas, reforzar las vigas, cubrir las rendijas. Pero el temporal seguía arreciando.

Abrimos un espacio que no supe cómo cerrar.

Intenté entenderlo durante horas, días, semanas, en las que poco a poco conseguí asomarme a contemplar el diluvio. Aún no ha acampado, pero ya me da igual mojarme y salgo fuera.
Cada vez que paso por delante de tu puerta hago esfuerzos por esconderla. La disfrazo, la pinto de otros colores, la cubro con mentiras, le clavo las uñas y dejo arañazos entre las vetas de la madera. 

La empujo con todas mis fuerzas.

Pero no.

No se cierra.

Alrededor de ella crece una montaña de pequeñas astillas que se me clavan cuando escapo corriendo. Pero cuanto más la hiero, más se rompe y más astillas aparecen. A veces son trozos de tamaño considerable, fragmentos de madera que no volverán a formar parte de ella.
Estoy a punto, a punto, de reunir tantos que podré construir mi propia puerta. A punto de cerrarte mi casa.

A punto.

No sé cuántas horas, días, semanas, llevo agrupando los pedazos que quedan de aquello que nos unió.
El tiempo vuelve a pasar despacio, pesado, como en los largos días de verano, y en la casa es el más profundo invierno.
Todavía aún me pregunto si tu luz se apagó porque yo me asomé al interior. El problema es que sé, perfectamente, que volvería a mirar.

Mil y una.

Noches.

Más.

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