El día que nunca ocurrió
El reflejo distorsionado que le devolvió la grifería del baño de la oficina hizo que diera un respingo, en esa situación indecorosa en la que se encontraba. Con los pantalones bajados hasta las rodillas y la taza del honorable forrada de papel, vio su caricatura en uno de los pomos metálicos del lavabo y se autocompadeció de sí misma. La escena era tan patética que poco importaban la camisa de marca, los zapatos lustrosos o el corte de pelo a la última que había copiado de la famosa de turno. El baño se había convertido en una galería de espejos deformantes y ella era ese payaso que no hace gracia a nadie.
Ese fue el momento en el que decidió cambiar de vida.
Lo vio claro.
Saldría ahí fuera, con el ruido de la cisterna aún de fondo, pisando fuerte y con el semblante altivo. Las cejas orgullosas, pero el ceño libre. Sus compañeros quizá advirtieran una energía extraña a su paso, pero estarían tan ensimismados en sus quehaceres que pensarían que había vuelto a estropearse la calefacción.
Ya en su mesa, reactivaría la pantalla del ordenador, abriría la copia del documento que guardaba siempre en su carpeta personal de seguridad y, por fin, comenzaría a teclear rabiosamente. Como si un cavernícola se encontrara por primera vez con un computador, atizaría las teclas hasta hacerlas sangrar, sorprendiéndose de que sus latigazos se tradujeran en letras en la pantalla. Y con ellas formaría palabras, y todas juntas constituirían la más bella carta de dimisión jamás escrita.
Perpetraba toda la sinfonía en su mente, y era una obra maestra.
Le daría al botón de imprimir y resolvería el baile saltando escalón a escalón hasta el despacho del director de Recursos Humanos, poema firmado en mano. Mire usted, que me largo. Que he puesto rostro a la languidez y no estoy para sustos. Que hasta aquí mi trabajo en el circo. Que han sido años de un sacrificio impagable y ahora me fugo a las Fiyi. Que la grifería del baño necesita un abrillantado.
De la desgracia nace la inspiración y la protagonista estaba en su mejor, y peor, momento creativo.
Escuchó de antemano hasta el portazo que daría al salir, el ruido de cristales rotos, el crujido de las mandíbulas desencajadas. ¡De ella no me lo esperaba, siempre fue una empleada modelo! Vio a lo lejos las blusas de flores volando de los cajones, la maleta con un remordimiento liviano pero electrizante, la ventanilla del taxi abriendo un mundo nuevo. ¡Pisa el acelerador, gasta las ruedas! Saboreó el café aguado de máquina mientras maldecía por el retraso de su vuelo, devoró con hambre leonina el menú de primera clase, se durmió sobre el hombro de un desconocido. ¡Disculpe! ¿Tiene algo que hacer esta noche?
El plan iba sobre ruedas. Nunca una decisión había sido tan difícil de tomar, pero tan fácil de ejecutar.
De pronto, una sensatez vestida con traje gris y corbata se coló por la ventana del baño. Llegaba el momento de sopesar los pros y los contras, muy a su pesar. Dejó el avión suspendido en el aire y volvió a poner los pies en la oficina por unos minutos.
Había cabos sueltos, por supuesto. Como la hipoteca del piso que nunca quiso comprarse, que la acompañaba en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad y, sobre todo, en la pobreza. Los cinco mil trescientos cuarenta y siete compromisos profesionales, familiares, personales, letales, que esperaban para el resto de su vida en una agenda que no conocía la improvisación. Incluso esos mensajes pendientes para poner puntos y finales donde antes no importaba la ortografía, porque el amor a veces es ciego e iletrado.
Qué demonios. Todo lastre era madera con la que avivar el fuego.
Ya está, le dijo al espejo deformante. Muchas gracias por mostrarme la peor versión de mí y ayudarme a cambiar mi destino.
Recogió todo el papel, presionó el botón que ahorraba agua con media descarga y se subió los pantalones. Con la dignidad recuperada, enfiló las mesas, alcanzó su puesto, abrió el portátil y siguió trabajando, como cada mañana después de su pausa publicitaria para ir al baño y soñar despierta, desde hacía cinco mil trescientos cuarenta y siete siglos. Mire usted, que las Fiyi están sobrevaloradas.
Ese fue el momento en el que decidió cambiar de vida.
Lo vio claro.
Saldría ahí fuera, con el ruido de la cisterna aún de fondo, pisando fuerte y con el semblante altivo. Las cejas orgullosas, pero el ceño libre. Sus compañeros quizá advirtieran una energía extraña a su paso, pero estarían tan ensimismados en sus quehaceres que pensarían que había vuelto a estropearse la calefacción.
Ya en su mesa, reactivaría la pantalla del ordenador, abriría la copia del documento que guardaba siempre en su carpeta personal de seguridad y, por fin, comenzaría a teclear rabiosamente. Como si un cavernícola se encontrara por primera vez con un computador, atizaría las teclas hasta hacerlas sangrar, sorprendiéndose de que sus latigazos se tradujeran en letras en la pantalla. Y con ellas formaría palabras, y todas juntas constituirían la más bella carta de dimisión jamás escrita.
Perpetraba toda la sinfonía en su mente, y era una obra maestra.
Le daría al botón de imprimir y resolvería el baile saltando escalón a escalón hasta el despacho del director de Recursos Humanos, poema firmado en mano. Mire usted, que me largo. Que he puesto rostro a la languidez y no estoy para sustos. Que hasta aquí mi trabajo en el circo. Que han sido años de un sacrificio impagable y ahora me fugo a las Fiyi. Que la grifería del baño necesita un abrillantado.
De la desgracia nace la inspiración y la protagonista estaba en su mejor, y peor, momento creativo.
Escuchó de antemano hasta el portazo que daría al salir, el ruido de cristales rotos, el crujido de las mandíbulas desencajadas. ¡De ella no me lo esperaba, siempre fue una empleada modelo! Vio a lo lejos las blusas de flores volando de los cajones, la maleta con un remordimiento liviano pero electrizante, la ventanilla del taxi abriendo un mundo nuevo. ¡Pisa el acelerador, gasta las ruedas! Saboreó el café aguado de máquina mientras maldecía por el retraso de su vuelo, devoró con hambre leonina el menú de primera clase, se durmió sobre el hombro de un desconocido. ¡Disculpe! ¿Tiene algo que hacer esta noche?
El plan iba sobre ruedas. Nunca una decisión había sido tan difícil de tomar, pero tan fácil de ejecutar.
De pronto, una sensatez vestida con traje gris y corbata se coló por la ventana del baño. Llegaba el momento de sopesar los pros y los contras, muy a su pesar. Dejó el avión suspendido en el aire y volvió a poner los pies en la oficina por unos minutos.
Había cabos sueltos, por supuesto. Como la hipoteca del piso que nunca quiso comprarse, que la acompañaba en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad y, sobre todo, en la pobreza. Los cinco mil trescientos cuarenta y siete compromisos profesionales, familiares, personales, letales, que esperaban para el resto de su vida en una agenda que no conocía la improvisación. Incluso esos mensajes pendientes para poner puntos y finales donde antes no importaba la ortografía, porque el amor a veces es ciego e iletrado.
Qué demonios. Todo lastre era madera con la que avivar el fuego.
Ya está, le dijo al espejo deformante. Muchas gracias por mostrarme la peor versión de mí y ayudarme a cambiar mi destino.
Recogió todo el papel, presionó el botón que ahorraba agua con media descarga y se subió los pantalones. Con la dignidad recuperada, enfiló las mesas, alcanzó su puesto, abrió el portátil y siguió trabajando, como cada mañana después de su pausa publicitaria para ir al baño y soñar despierta, desde hacía cinco mil trescientos cuarenta y siete siglos. Mire usted, que las Fiyi están sobrevaloradas.
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