Carta al hombre que nunca fuiste

Seguro que estabas borracho y no te acuerdas de esto.

Pero la primera vez que fuimos hacia el norte llovía a cántaros y casi nos despedimos del mundo por un volantazo mal dado.

Digo que estarías borracho porque te pasabas así cada mes de febrero, del 15 al 28, irremediable e ineludiblemente. Disimulabas tu aliento a Bourbon eyectando espray de menta en tu garganta cada quince minutos. Pero cada otros cinco la mano se introducía en el otro bolsillo de tu pernera y sacabas una petaca en vez del aerosol. Supongo que te tranquilizaba autoconvencerte de que no nos dábamos cuenta.

Años después ella me contó que, durante ese viaje, tiraba las botellas del maletero cuando no la veías, pero tú volvías a reponerlas obcecado en la gasolinera más cercana.

Aquel era el séptimo febrero que acababas el mes del desamor así, y debió pensar que era suficiente. Así que se decidió a poner tierra de por medio. Nos montó a todos, a ti, tu petaca y tu espray mentolado en el 4x4 y arrancó el motor de la última oportunidad.

Fue el 15 de febrero más lluvioso que se recuerda, pero ella no quiso parar de conducir. Se sentía segura sujetando las riendas de su decisión y el volante del todoterreno. Tú, de copiloto, imagino que solo serías plenamente consciente del día que marcaba el calendario. Poco te importábamos nosotros en el asiento de atrás. Tu mirada errática no se detenía en nada.

Como si un astrolabio fiel y preciso nos guiara, ella condujo sin dudar. Porque qué duda cabe cuando ya no cabe nada. Infatigable, con el agua golpeando los cristales con la misma furia que latía en su interior, herida en su amor por ti por la vida que te estabas quitando, le estabas quitando, nos estabas quitando.

No quiso parar ni cuando se adentró la noche, porque aún nos quedaban unas horas para salir de la región. La lluvia tampoco había parado, y mientras tú cabeceabas con la saliva ebria descolgándose por la comisura de la boca, la rueda dentada sí dudó y resbaló por el borde de la dehesa.

Perdió algún diente y el coche empezó a hundirse sin que disminuyera la velocidad, pero ella giró el volante hacia el sentido equivocado. Unos centímetros nos separaron del impacto mortal contra la encina que había nacido de pronto en la oscuridad.

Solo acertaste a balbucear.

Qué sucede no se puede ni dormir en este coche encima de que estamos haciendo este maldito viaje porque te has empeñado estúpida desearía estar muerto y no aquí para en la próxima gasolinera maldita sea tengo sed no puedo más.

Seguro que estabas borracho y no te acuerdas de esto.

Pero yo sí.

Mamá nunca te perdonó aquellos largos días del que para nosotros siempre fue el mes más largo del año. El aliento a whisky; las noches sin apagar la luz del salón; los gemidos, borracho entre pesadillas, recordando aquella que viviste un febrero peor; el marido errante y el padre ausente. El verdadero problema siempre fue que jamás fue solo febrero. El resto del año eras poco más que una sombra del hombre que nunca fuiste.

Aquella primera vez que fuimos al norte, después de casi destrozar el coche mientras llovía a cántaros contra la encina que se erguía en la negra noche en mitad de la embarrada dehesa, mamá salió del coche cuando tú aún balbuceabas y gritó.

Gritó como no lo había hecho en los últimos siete años.

Pero tú no te acuerdas.

Por eso, aún cuando hoy me preguntas por qué se ella se fue, solo puedo responderte que inicies un viaje hacia el norte y encuentres, en el camino marcado por la rueda mellada, todo eso que el alcohol te hizo olvidar.

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