Vainilla

En los bosques, las ramas de los árboles estaban desnudas y ateridas, mirando desde las alturas la alfombra de hojas que la estación de la caída había tejido a su costa, adivinándose tras sus troncos indefensos los picos nevados de las montañas.
En las ciudades, la gente empezaba a ponerse nerviosa al volante, se acercaba la hora punta de la salida del trabajo y querían escapar de la circulación cuanto antes, pitaban impacientes, encendidos por las luces navideñas y atosigados por el reloj.
En los pueblos, las campanas empezaban a repicar llamando a la misa de tarde, algunos ancianos salían de sus casas con un bastón en la mano y una manta sobre los hombros, y las madres bajaban las persianas para guardar dentro el calor del hogar.
En un universo aparte, estaba nuestra playa.

Tu silueta se recortaba sobre el horizonte, un perfil que me sé tan de memoria que podría dibujarlo a ciegas sobre la arena, hundiendo el dedo en ella y creando líneas como las que recorro en tu espalda. Tu figura a contraluz estaba oscura y se fundía con el rompeolas, que esa tarde no tenía olas que romper. El viento ni siquiera suspiraba, la vida allí estaba inmóvil, ajena al devenir del resto del mundo. Y detrás de tu cuerpo se escondía el sol.
El último atardecer de aquel otoño hechizó el mar y lo convirtió en un espejo perfecto: la línea que lo separa del cielo brillaba, y, bajo ella, se reflejaban siamesas las nubes en el agua, nubes a las que la luz solar teñía en su despedida de malvas y ocres. Las suaves ondas del mar casi parecían plateadas, un espejo de metal, cristal y sal que se perdía en el infinito.
El silencio era la única presencia que compartía con nosotros aquel paisaje desértico, vacío y libre, en el que me sentía una exploradora que acababa de encontrar un paraíso perdido y, en él, un tesoro, que me esperaba sentado contemplando el mar. Estaba de pie detrás de ti, respirando con los ojos muy abiertos y con miedo a romper la magia.

Como si se accionara una fuente o empezara a brotar un arroyo, del rompeolas empezó a escucharse un murmullo de agua. Una tenue brisa voló sobre el atardecer y agitó la marea, y trajo hasta mí un aroma a vainilla. 

Olía a helado de septiembre; a paseos por la ciudad y a una vida nueva; a distancias que se acortaban, igual que se acortan las horas de luz con la llegada del otoño; a días que se sucedían sin tener que decirnos ni hola, ni adiós; a hojas vacías en la agenda por estar muy ocupada viviendo como para escribir; a sal, tequila y limón.
Olía a playa de octubre; a vino en la orilla, y a sabores nuevos y lejanos; a vainilla entre mis sábanas después de que pasaras por ellas; a velas de cumpleaños y deseos de planes juntos; a decisiones, noches sin dormir y nervios; a tu mano en mi cara aguantándome la sonrisa; a conversaciones largas que calmaban el alma; a despedidas que insistíamos en negarnos; al verbo echar cada vez más de menos. 
Olía al tímido sol de noviembre; a desayunos de chocolate y mar; a estar en el sofá los domingos, y que esa fuera sin duda la mejor oferta; a vainilla en tu piel desnuda y mía; a café y té en vasos inclinados, mientras prometíamos no dejarnos caer; a replantearse si un hogar no es un lugar sino una persona, y a querer volver siempre a ella.
Olía a la niebla triste de diciembre; al paso del tiempo, que se empecina en colocarnos años y daños; a tus dedos enredados en mi pelo y tu respiración en mi nuca; a cervezas, risas y besos; a tu forma adorable de recortarte la barba con cuidado y paciencia; a volver a definir la palabra amor y sentir que ahora puede ser de verdad; a esperar bajo la manta la llegada del invierno.
Olía, en fin, a ti.

La brisa cesó segundos después, pero el aroma se quedó instalado en el último atardecer de ese otoño, mientras tu perfil seguía delante de mí, a unos metros, frente a un cielo cada vez más apagado y un mar que se plegaba sobre sí mismo. Te eché una foto, intentando capturar ese instante leve y retenerlo para siempre, atraparlo en una burbuja y poder mirarlo cuando quisiera, tener la posibilidad de recuperar en la memoria ese paisaje con olor a vainilla, como si los olores se pudieran fotografiar.

Mientras, a cientos de kilómetros de allí, de algún árbol estaba cayendo la última hoja y comenzando a nevar en alguna cumbre, algún conductor estaba lanzando improperios y accionando la bocina mientras luces de colores empezaban a iluminar las ciudades, los campanarios estaban ya reclamando fieles y las casas siendo cerradas. La vida discurría a ritmos iguales pero diferentes. Pero tú y yo, ajenos al resto del mundo en nuestro kilómetro cero, estábamos inaugurando un nuevo y precioso invierno.

Comentarios

  1. Se escapaban a la playa en una época de no-playa, o de playa solitaria. Otros nos escapamos a lo alto de un monte, donde no huele a vainilla sino a romero. El caso es escapar de la cosa, aunque sean solo unos días, buscando ese kilómetro cero que muchos no saben buscar. Besico, Patricia.

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    1. Exactamente, Diego :) El caso es escapar buscando olores que nos hagan sentir bien, y libres. Un besico de vuelta :)

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  2. Bonito texto (como siempre ;)
    ... Lo malo de este km cero es que en cuanto empiezas a andar es seguido de los otros que no siempre huelen a vainilla... Pero lo bueno de este km cero es que cada día lo puedes volver a alcanzar y perfumar, en una playa desierta, en lo alto de un monte solitario... o incluso rodeados de gente, porque está en nosotros este poder, este don, de prescindir del entorno para andar en cualquier estación. ;)
    ¡Qué bien huele por aquí hoy! :))

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    1. Aislarnos de los malos olores, embriagarnos en una atmósfera de sólo los buenos :)
      Gracias por leerme y por pasarte y decirme cosas tan bonitas (como siempre ;)
      Muá! uuuuh uuuh!

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  3. Creo que es lo mejor que te he leído, transmite tranquilidad desde la primera letra hasta la última; la sensación de la alternancia de los meses y las estaciones en un solo minuto, de ese transcender el paso del tiempo en apenas un instante, e incluso el intento de atrapar esas emociones en una fotografía no tiene ni siquiera un deje de melancolía, más bien al contrario.

    Un gran abrazo Patricia, espero que este año que viene te traiga muchos olores a vainilla.

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    1. Eso es mucho decir, Miguel :) Gracias. Ya sé que a ti también te gusta la playa así, la tranquilidad, y tomar buenas fotografías ;) Si vieras la que tomé ese atardecer, era preciosa.
      Un abrazo gigante, Miguel, y espero que para ti el 2016 tenga miles de olores nuevos y buenos, o antiguos y queridos :)

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  4. A LOS MUY BUENOS CAFÉS CASEROS, Lady Patricia!!! Pues a ver, a mi eso del Km 0 me ha recordado a la Puerta del Sol, o sea, que soleada te leo en estas líneas. Y en esa imagen de la playa y la foto, es tal la tranquilidad que se respira que parece como si asomara en tu relato otro 0, en esta ocasión el 0 kelvin, jajajajajajaja...

    En serio, el texto es precioso y está escrito con un gusto de narices: CHAPEAU!!!

    Un besazo!!!

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    1. A los muy buenos tés de media tarde, Lord Valaf jajajaja. Cómo me gustan tus comentarios casi 'frikis' ajaja, de eso entiendo también un poco.
      Gracias por leerme y por decirme que es precioso, un placer que te pases y me comentes siempre :)
      Un besazo de vuelta!

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  5. Un gran olor a vainilla llega hasta aquí ahora. Una delicia como narras cada momento y pasamos de ser grano de arena y sal a copo de nieve y bocinazo en una gran ciudad,

    Salud y abrazobesos.

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    1. De bocinazos en la gran ciudad entiendes tú y sacas historias hermosas de ella. Espero que cuando yo esté allí sea capaz de seguir siendo arena y sal.
      Gracias por leerme, y por estar, un beso enorme, y abrazos!

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  6. Coincido con todos, es precioso, con esas descripciones tuyas que envuelven, y además con aroma a vainilla...

    Besos Patricia! :)

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    1. :) Gracias Sofya, no puedo decir más, un gusto que me leas y un besazo :)

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  7. Genial, Patricia. Mágico ese discurrir en la narración que ve pasar los meses. Texto que envuelve, como dice Sofya...

    Besote! :)

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