Todo importa
Del verano uno espera muchas cosas. Que el mar le salve, que la distancia le cure, que las vacaciones en casa le surtan de recuerdos imborrables que se convertirán como cada año en anécdotas que huelen a familiaridad. Volver después, a donde sea que uno vuelva, que puede ser un lugar físico o mental, pero volver nuevo y mejorado, listo para empezar de cero. Este año no sabíamos qué esperar.
A decir verdad, yo solo esperaba sobrevivirlo, de la mejor manera que se pudiera. Pero también lo he vivido, por primera vez, siendo muy consciente de las dimensiones del verbo. Me he encontrado, como tantas veces desde que pudimos volver a entrever la normalidad, aunque sesgada por esa parte de la mascarilla que hace sombra entre los ojos y la nariz, un verano apacible, en una calma densa y pesada, que puede que preceda a la peor de las tormentas. Pero en eso no quiero pensar.
De momento, la calma.
En esa calma he respirado por primera vez ese despacio del que todo el mundo hablaba, cuando el virus impactó en nuestros calendarios y relojes y los puso a cero; solo que el mío no se paró. Siguió centelleando, llenándose de cosas por hacer, de entregas que ejecutar, de listas y listas interminables. Mantenerme ocupada me mantuvo cuerda. Cuando pudimos volver a salir, mantenerme aún más ocupada me mantuvo con cuerda. Y ahora, en casa, por fin me quité el reloj.
Irse a la cama con arena en los pies. Los reencuentros a pie de mar. Reírse de las cosas de siempre, pero mejor que nunca, porque casi no lo creímos posible. Devorar un libro en menos de 24 horas. Peregrinar al faro. Cazar mil atardeceres. Cazar muchos más amaneceres de los esperados. Pescar estrellas fugaces a la orilla de la Luna. Descubrir nuevas playas. Los juegos de palabras. Las casualidades. Ver el mar desde la ventana. Arreglar el mundo antes de cerrar la noche.
La vida era esto.
Quizá a veces no nos dimos cuenta, dicen algunos. Yo me daba cuenta, sé por qué amaba la vida antes de este año, pero es cierto que el frenesí de los días no me dejaba siempre saborear una cosa antes de pasar a la otra. El sabor de verano ha sido meloso, calmado, reposado. Como cuando sacas el arroz del fuego y dejas que se atempere y termine de soltar el almidón. Un verano almidonado que ya prometía, y que al probarlo ha sabido a gloria.
Que tus amigos vean tu tatuaje por primera vez y espontáneamente les encante. Encontrar las sandalias perfectas para patear el calor. Improvisar. Ir con la vida a cuestas. Que tu amiga te preste una camiseta. Los paseos por el puerto con papá y mamá. Las confidencias con Alejandro. Que alguien a quien acabas de conocer te invite a una cerveza mientras el Mediterráneo ruge. Hacerse amigo de los camareros. Las citas anuales que nunca fallan. La música. La Luna roja de agosto. Niños que corren en el agua nocturna.
Reír, sonreír, sonreír de verdad, joder.
La vida era esto.
También, cuando volví al pueblo de los otros veranos, ese reloj pausado sonó más lejano que nunca. En su lugar, se escuchaba el crepitar de los fogones antiguos en las casas abiertas al exterior. La siesta pesada, las tumbonas, las frentes centenarias. La sobremesa murciana, las calles que dan al mar y a la vida, los colores de la memoria. El pueblo de papá respiraba esa calma que el cuerpo me pedía antes de volver.
Respirar, ser consciente del momento y del lugar, recordarse, tomar fuerzas y echar a remar.
Que la vida era esto, y seguirá siéndolo pase lo que pase.
Hay quien dice que no entiende de patrias ni banderas. Yo reconozco mi tierra, me acuna y la acuno de vuelta, con mis palabras, mi mirada y mis recuerdos. Mi patria son mi familia, mis amigos y el agua. Mi bandera es la arena suave de la playa, cuando el sol empieza a caer tras el Mar Menor y se incendia el cielo. Y con él, la vida. Pase lo que pase.
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