El temblor

La vida de uno es, al final, una insignificante muestra a escala diminuta de lo que sucede en el resto del universo. Un suspiro después del Big Bang.

La naturaleza sigue su curso, los momentos encajan, la fluidez fluye y todo parece tener sentido. Hay altibajos pero, al final del día, todo está más o menos donde tenía que estar. Se recomponen los sustos, se solucionan los problemas; otros se olvidan.

Pero a veces, la tierra tiembla, la vida tiembla y te sacude, se sacude, se quita el polvo y te tira al suelo.

Que no lo viste venir.

Pero se ha enredado todo, miraste la rueda en vez del horizonte y te caíste. Escuece la mano; se tizna de púrpura, verde y ocre la piel; lagrimean los ojos.

Que cómo duele.

Como otras veces, sí, pero joder: es que duele igual, las cicatrices anteriores no restan.

Quizá dura menos tiempo la herida abierta. Ahora sabes mejor cómo intentar curarla y, sobre todo, aceptas el dolor como parte del éxtasis, la euforia, la felicidad calmada; de todo lo que tenía que venir después.

La madurez calla y otorga. La naturaleza sigue su curso y tu fluyes con ella, agradecido de, en cualquier caso, haber sentido el temblor.

El temblor.

Las entrañas revueltas, la tierra caliente, el núcleo brillando, la explosión.

Y después, la oscuridad.


La vida de uno es, al final, una insignificante muestra a escala diminuta de lo que sucede en el resto del universo. Un suspiro después del Big Bang.

Un milagro tembloroso.

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