Vigilia de verano

Se deslizaban los dedos por su espalda como hormigas en estampida hacia la cima de su hormiguero, corriendo, presurosas por volver a casa.

Y se movía veloz también la noche en las cortinas, ondulando al son de la luna de final de mes. Muy rápido pasa el tiempo para aquellos que se aman con reloj en la negrura estival.

Los dedos seguían, descubriendo tal vez rutas distintas en los surcos de su anatomía, serpenteando senderos de arena y piel, en el desierto de su desnudez. Y afuera se oía el silencio.

Mueve aquí, mueve allá, embelesada la mano en el vaivén de la cortina que los esconde de las miradas curiosas de las nubes nocturnas, a las que nadie ve pero que siempre están ahí. Como el silencio, que nadie escucha; sólo los sabios, o los que aman.

Y sí, era cierto, se amaban, pero la eterna disputa del final en las historias de amores de verano se inclinaba, como de costumbre, del lado de la balanza de la despedida. En vez de mover tanto la mano, podría hacer presión con ella en el final feliz...

Pero arriba, abajo, tamborilean los dedos acompañando al sonido del silencio triste, melancólico. Se nota que llega el adiós cuando la brisa trae ese aire fresco que hace que la piel eche de menos una prenda de abrigo. ¿Pero, y quién os abrigará a vosotros el corazón? Cuando ya no quede nadie a quien puedan esconder las cortinas de esa habitación, evitando que se os vea, por si la luna se pone celosa y apresura aún más rápido el calendario.

Dará igual.
De un modo u otro, las hormigas siempre vuelven a casa cuando amenaza el frío… y hoy sus pies comienzan a extrañar los calcetines.

Ojalá fuerais cigarras…

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