Cantaba el silbato del teniente a cargo a primeras horas de la mañana, recordando más que avisando, de que tras tal sonido todos debían andar en pie y en posición de firmes, o de fingidos… más bien. El joven siempre se había preguntado sobre el peligro de llamar de tal modo, pues si bien los pulmones del déspota mandatario, carcomidos de alquitrán, no eran precisamente de trompetista profesional, el enemigo bien podría tener un oído más fino aún que sus navajas, y ser advertido de los movimientos matutinos de su pelotón. Pero día tras día, en esa sucesión no numerable de la que hacía gala la rutina, no sucedía nada imprevisto, y al ruido acudían todos en tropel, arrastrando un entusiasmo que no tenían, a escuchar los planes de la jornada. A veces aprovechaba el teniente para regañar, dígase cariñosamente, sobre ciertos comportamientos innobles que se derrochaban entre los soldados. Pero la mente de nuestro hombre apagaba su batería, negándose a llenarla de malos pensamientos ...