El despertar

Se llega hasta la casa a través de un camino de tierra que bordea el mar. En aquel lado, éste es rocoso y encrespado, no hay arena ni nada que recuerde a una verdadera playa, y los márgenes están sembrados de arbustos punzantes y cactus amenazadores. Por eso es raro ver a alguien en las inmediaciones, ni siquiera en verano. Ahora es pleno agosto y el sol pega tan alto y tan fuerte que las sombras que hacen las ramas de las palmeras parecen pintadas con betún en el suelo, casi como si la tierra se hubiera abierto en grietas allí donde las hojas dibujan su silueta. 
El caserón está abandonado, le faltan paredes y algunos trozos del tejado se han desprendido; incluso no tiene puerta. Su fachada ha sido pasto del arte urbano y sirenas, criaturas extrañas y palabras ininteligibles adornan su color viejo y desgastado. Aquí y allá se ven pedruscos, trozos de metal y escombros en general. La erosión y el tiempo han hecho mucha mella en un lugar que, a juzgar por tu porte altivo, debió tener cierto esplendor tiempo atrás. Aunque la playa no sea muy acogedora, desde la casa se divisa un paisaje envidiable: una entrada ancha al mar, kilómetros de agua que sólo se ven salpicados por barcos al final de la línea que la separa del cielo. Camaleónica, la antigua vivienda se integra en el terreno, con la maleza, los palmitos y el océano abierto, haciendo que se pierda toda la hostilidad que quizás produce en una primera impresión.

Al borde del camino, ya limítrofe a la casa, descansan dos bicicletas. Una lleva una cesta de mimbre atada al manillar. Ambas se caldean inertes e impasibles al sol, mientras sus dueños se cobijan en las sombras frescas que les ofrece el interior del caserón.
Suelen ir allí casi todas las tardes desde hace muchos veranos, mientras sus respectivas familias reposan la comida y esperan a que la temperatura se suavice. Nunca les atrajo la idea de sestear, y ya de pequeños jugaban a escaparse por los alrededores de la urbanización, reinventando el escondite, cazando mariposas e insectos, u ocupándose de otros divertimentos infantiles. Un día se aventuraron a coger las bicicletas y, explorando, encontraron aquel rincón recóndito del pueblo costero que sintieron que les pertenecía sólo a ellos. Fue su lugar secreto de niños, y ni siquiera ahora, adolescentes, han dejado de regresar a él con la misma intriga y celosía, como quien guarda un tesoro, en esas horas muertas que el calor aletarga.
Y aunque en verano todos los días parecen iguales, largos y calmados, como si los relojes marcaran un compás diferente, hoy va a ser un día distinto.

En el interior de la ruinosa construcción, ella observa el mar acodada sobre unos cojines viejos que llevaron allí hace tiempo, mientras él merodea recogiendo guijarros blancos y pulidos para luego apilarlos en una esquina. Comparten un silencio cómplice, el silencio cómodo del que disfrutan los que ya saben todo el uno del otro, el silencio que no estorba sino que acompaña. Allí no hay ruido, el único sonido es el murmullo de las olas y algunos gritos de gaviotas.
Hoy la marea está baja y el mar, inusualmente, parece una balsa. Él sale y se acerca a la orilla sorteando la maleza y las rocas y se moja las manos para después echarse agua por la cara y los brazos; hace tanto calor que casi se evapora a la vez. Entonces, aún agachado, vuelve la vista hacia la casa y la ve allí, con la melena negra mecida por la brisa y la mirada perdida en algún punto del horizonte. No sabe qué es, pero algo en su forma de mirarla cambia y su respiración se hace más fuerte. Embobado, se olvida de qué estaba haciendo y permanece así, viéndola como nunca antes la había visto. Quizás pasan minutos hasta que ella enfoca los ojos y los de ambos se encuentran, y alguna parte de ellos se sobresalta. Ella también lo nota desde donde está, algo ha cambiado. Sólo los separan unos cuantos metros pero parece un abismo; se mantienen inmóviles, asustados, expectantes a la espera de que algo pase. Y en la espera sus respiraciones se agitan más. Ella frunce el ceño observándole allí agazapado, con el mar tras de él creando destellos en su piel morena, y por primera vez toma conciencia de su propio cuerpo y de la necesidad acuciante de que él la mire como la está mirando, de que nunca aparte la vista y la devore con los ojos. Inconscientemente hace un gesto, revela la urgencia, y él regresa despacio, muy despacio, sosteniendo aún la mirada.
Cuando cruza el umbral, el tiempo en el caserón en ruinas se detiene. Se estudian como extraños, como si fuera la primera vez que se encuentran, pero antes de que él llegue a donde ella está, ambos ya saben lo que va a pasar, porque en una milésima de segundo sus cuerpos han descubierto todo lo que lleva tantos años macerándose en su interior.
Ella ya conoce lo suaves que son sus labios y la delicadeza con que va a tocar y a probar cada recoveco a estrenar de su cuerpo, el tacto pajizo de su pelo y su atrayente e incipiente barba pubescente; él se sabe de memoria cada curva de su figura y adivina lo apremiantes que serán sus piernas y su boca, resuenan en su mente los gemidos aún si haberlos escuchado; los dos intuyen que la marea va a subir y el cielo va a juntarse con el mar. Todo eso ya lo saben un instante antes de que ocurra.

Afuera, el tiempo sigue su curso, ajeno a ellos.

Comentarios

  1. ¡Ay! esos amores adolescentes que surgen tras muchos años de merodeo y fechorías infantiles :-)

    Cuando el tiempo se detiene fuera es porque dos corazones se encuentran aunque siempre hayan estado juntos en realidad.

    Preciosa historia, por las descripciones casi se puede sentir el ardiente sol de agosto a la hora de la siesta y el mar en calma al lado de uno de esos pueblos costeros que nadie conoce y sin turistas por todos lados. ¿Quedará alguno así todavía?

    Salud

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  2. Me ha encantado cómo has descrito toda la história, está perfectamente dotada, tiene todos los ingredientes para convertir su lectura en un texto atractivo, lleno como nos tienes acostumbrados, de emociones y de melancolía.
    La última parte ha sido sublime, cómo has descrito ese amor y esas ansías de fusión entre ambos....Creo que podría haber seguido leyendo mucho rato más...Sí, no lo dudo, tu recreo en las descripciones me recrea enormemente...

    Besos Patricia!

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  3. La magia del rayo verde. Que hace que por un instante, el tiempo no exista. Instante irrepetible, único. Como los que siguen. ;)
    :) ¿Patricia, te he dicho ya que me gusta leerte? ¿Sí? Pues lo repito. ;)
    Besos, abrazos y sonrisa

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  4. Una historia de amor no lo es hasta que el paisaje no se incorpora como tercer protagonista (cómplice)
    Besico de caballos del vino :)

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  5. Hermosa descripción... llena la historia y la vacía de todo lo que sobra. Perfecta narrativa, como siempre!

    Besote!

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  6. A partir de "Hoy la marea está baja y el mar..." es maravilloso como lo has narrado hasta llegar al desenlace, todavía no sé porqué me sorprendo al leerte.

    Pero me tengo que quedar con el párrafo anterior:

    "En el interior de la ruinosa construcción, ella observa el mar acodada sobre unos cojines viejos que llevaron allí hace tiempo, mientras él merodea recogiendo guijarros blancos y pulidos para luego apilarlos en una esquina. Comparten un silencio cómplice, el silencio cómodo del que disfrutan los que ya saben todo el uno del otro, el silencio que no estorba sino que acompaña. Allí no hay ruido, el único sonido es el murmullo de las olas y algunos gritos de gaviotas."

    Un abrazo, y gracias.

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  7. Y bueno, mi primera visita a tu casa (clicando en lo de Fram). IMPERDONABLE QUE NO TE HAYA DESCUBIERTO ANTES. Lo digo porque se puede escribir y se puede componer música cuando se escribe. Tú haces lo segundo.

    Un verdadero placer.

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  8. Me has dejado sin palabras, brillante narración! cuantas imágenes, en tan solo un par de minutos, sigue así! un saludo ;)

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