El hábito no hace al conserje
La joven del tercero se cambiaba de ropa cerca de la ventana, con la persiana subida y las cortinas abiertas, incitando a la lascivia y queriéndose saber observada, no cabía duda. Acaso no había de saber ella que, por la magia del reflejo en los cristales, su silueta viajaba de ventana en ventana, y así llegaba hasta el ventanuco del pasillo, desde donde yo observaba, no por placer sino por pura coincidencia, su cuerpo esbelto y pecaminoso, sus movimientos incitantes al quitarse una prenda tras otra. Cómo no iba a ser esa una conducta reprochable, si se empeñaba en repetir ese ritual cada día a las mismas horas y a enturbiar mi paz interior con sus curvas creadas por el mismísimo diablo. En el corredor del segundo piso había cada jueves y viernes un insoportable hedor a marihuana. Que yo no he fumado nunca, pero uno sabe a qué huele eso. Una ligera neblina desenfocaba la puerta a los avernos de aquel piso en que vivían tres estudiantes, que también montaban jaleo varias noches a la ...