El hábito no hace al conserje
La joven del tercero se cambiaba de ropa cerca de la ventana, con la persiana subida y las cortinas abiertas, incitando a la lascivia y queriéndose saber observada, no cabía duda. Acaso no había de saber ella que, por la magia del reflejo en los cristales, su silueta viajaba de ventana en ventana, y así llegaba hasta el ventanuco del pasillo, desde donde yo observaba, no por placer sino por pura coincidencia, su cuerpo esbelto y pecaminoso, sus movimientos incitantes al quitarse una prenda tras otra. Cómo no iba a ser esa una conducta reprochable, si se empeñaba en repetir ese ritual cada día a las mismas horas y a enturbiar mi paz interior con sus curvas creadas por el mismísimo diablo.
En el corredor del segundo piso había cada jueves y viernes un insoportable hedor a marihuana. Que yo no he fumado nunca, pero uno sabe a qué huele eso. Una ligera neblina desenfocaba la puerta a los avernos de aquel piso en que vivían tres estudiantes, que también montaban jaleo varias noches a la semana según me informaban otros vecinos; la música actual la carga el demonio. Aunque tenía otras muchas cosas que hacer, cuando intuía el tufillo el día previsto, me iba con mi escoba a barrer la segunda planta, no porque quisiera embriagarme de los efectos de la droga, sino por obligada responsabilidad moral y profesional. Quién sino yo había de verificar que en efecto aquellos chicos se estaban alejando de la buena senda del Creador, por si en algún momento había de dar parte a sus padres o a las autoridades.
Desde el patio de luces, cuando salía a vaciar el cubo de la fregona, observaba la colada de los vecinos, algunas más indecentes que otras, pero todas con algún elemento reprobable a ojos del Señor. Sujetadores de encaje, tangas y braguitas minúsculas, vestidos muy cortos, camisetas con escote, pantalones demasiado insinuantes, y un largo etcétera de prendas salidas del infierno de la moda. De esa guisa no se puede entrar en el Reino de los Cielos.
También desde el patio era testigo mudo y auditivo de otro tipo de acciones aún peores. Entre las paredes pobladas por los tendederos resonaban a distintas horas del día los ecos de la procreación, los gemidos rebotaban en la fachada hasta perderse en la altura del edificio, culminando en eso tan sucio y vergonzoso que llaman orgasmo. Oía los crujidos de los colchones, las quejas de los muelles y los golpes en la pared. Desde la esquina donde almacenaba los productos de limpieza para el rellano escuchaba, con distinta frecuencia y origen, los jadeos, los gritos contenidos, y todo ese torbellino de impetuosidades que me hacían sudar y removerme. Notaba en mi sangre palpitaciones y no podía hacerlas parar, y corría a refugiarme en la portería para dar rienda suelta a lo que mi carne exigía. A veces pensaba en que merecía un castigo por sentir esas cosas, pero en seguida se me pasaba. La penitencia era para otros, para los que entregaban su cuerpo a la lujuria y era por su culpa por la que yo me veía abocado a cometer una pequeña falta. No era yo el perdido, lo eran ellos.
También había otros desatinos y blasfemias en el bloque en el que yo velaba: parejas que discutían a voces y luego tenían sexo también a voces; familias que no se soportaban y pasaban por delante de mi mesa con la mirada cargada de odio; hombres en paro que se pasaban el día rascándose la barriga ante el televisor, origen de miles de males. Pero sin duda, los peores de todos, eran la pareja de enfermos del cuarto, los desviados. Me traían sin cuidado las nuevas intenciones del renovado pontífice: aquello era y sería siempre sacrilegio, un hombre con un hombre es una aberración, un insulto antinatural a la creación, al origen de la vida, a Eva y Adán.
Me crecía casi omnipotente, dueño del destino de todos aquellos infames, con sus fechorías y secretos entre mis manos, como si Dios me hubiera asignado la honorable tarea de escuchar sus pecados y redimir sus almas a través de mi juicioso y sabio tímpano.
Sí, sin duda yo era una suerte de redentor, con uniforme de conserje como hábito y un alzacuellos espiritual que me permitía verlos como a mis fieles, sabiéndome en la posición honorable de poder purgar sus conductas con mi crítica desaforada y justa, tal que el patio de luces fuera un confesionario y ellos unas ovejas descarriadas que, sin saberlo, necesitaban suplicar el perdón de su pastor.
(Aclaración que creo innecesaria, pero por si acaso, más vale prevenir que curar:
Entiéndase este texto como una crítica satirizada a la hipocresía de algunas personas con creencia cristiana. Las palabras, aunque escritas por mí, no son obviamente compartidas. No pretendo tampoco generalizar ni insultar a la moral religiosa, es sólo un personaje, bastante indeseable por cierto, salido de mi imaginación, aunque quizá sea más real de lo que me gustaría).
Personaje de terror que, efectivamente, existe y no solo con máscara religiosa. No tengo nada claro por qué existimos, pero sí tengo claro que no es para cumplir mandamientos, y menos para cumplir mandamientos que dictan otros seres humanos. Seguramente haga falta fomentar el ego y abrazar una identidad para vivir con calma... yo me quedo con mis dudas y mis tormentos, como un bichito insignificante que, solo, aguanta como puede los embistes de un viento indiferente.
ResponderEliminarMe ha gustado el relato, en los blogs que visito hay poca creación de personajes. Son más bien reflexiones y expresiones de sentimientos. Se agradece mucho esa originalidad :)
Besote!
Original sí, por plasmarlo aquí (y tan bien como siempre) pero por desgracia un personaje muy corriente, éste de las dos moralidades. (me ha recordado a la portera del último piso donde viví)
ResponderEliminar:) ¡qué bien vivir en el campo sin ser diana de otras miradas que las de mis bichos favoritos que viven a su aire y me dejan vivi al mío... y como me trajo mi mamá al mundo si se me antoja! :)
Besotes para ti y una pedorreta para tu conserje que no sabe lo que se pierde. :D:D
De acuerdo con el espíritu del post: nadie debería jugar a ser Dios. Y siempre hay que mimar a la libertad, cultivarla sin arruinarla con ciertos extremos que acaban por coincidir en el mismo punto psicológico, esto es, sí a las creencias íntimas que pueda albergar cualquier persona en cuanto Ser dotado de un sentido estético y trascendente que lo convierte en humano. No al fanatismo que intenta imponer a los demás tales creencias. Sí al sentido laico de una sociedad que se articula desde los principios de la sana convivencia entre los distintos subconjuntos de la misma. No al fanatismo laicista, que destruye la libertad del creyente al condenarle a no poder expresar públicamente y en libertad el sujeto de esas creencias (siempre y cuando sean creencias que no atenten contra los más elementales principios de la dignidad humana).
ResponderEliminarRalph Waldo Emerson se refería al tema de la libertad con una idea preclara: el hombre ha de ser libre incluso del mismo concepto de la libertad, el cual, malentendido y vaciado de contenido por las masas crea un sinnúmero de esclavos que piensan ser libres.
Un besazo
Pues que quieres que te diga, el texto me ha parecido brillante, y el personaje a caballo entre cómico -por su patetismo- y repulsivo. Por desgracia hay más gente así de la que nos gustaría a todos, aunque lo has llevado a un extremo inquietante; al final eso es signo de infelicidad y me gustaría poder ver su infancia y porqué ha llegado a ser así (si te animas avísame jajaja), y aunque eso jamás justifique esa falsa creencia de superioridad moral ayuda a entender a estas personas, y en última instancia a sentir una profunda lástima por ellos.
ResponderEliminarReligiones aparte, lo importante es ser buena persona y tratar a los demás como te gustaría que te tratasen a ti, y aunque debería bastar con la ética, si hay gente que el amparo de una religión le ayuda a ser mejor persona me alegro mucho por ellos (obviamente no contemplo los fanatismos dentro de esto, ya que suelen conducir a un personaje como el que has descrito).
Un abrazo enorme! = )