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Mostrando entradas de febrero, 2015

#14 Intemperie. (Biblioteca de cámara)

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Dice el diccionario de la RAE de tal palabra que, como locución adverbial, a la intemperie significa "a cielo descubierto, sin techo ni otro reparo alguno". No podría haber un título mejor y a la vez una síntesis más apropiada para esta historia. Fue uno de esos libros que cogí aleatoriamente de una ruleta que hay a la entrada de la biblioteca en mi universidad porque me llamó la atención su título, tan escueto pero poderoso, certero como un dardo, y porque ese día estaba lloviendo mucho y no escampaba. Señales. Abrí la contraportada y saltó ante mis ojos una opinión que lo comparaba con Miguel Delibes, y no me hicieron falta más razones. No me arrepiento y doy gracias al azar. Esta novela presentada sobre papel parece tallada en piedra con sudor y sangre. Es dura, sucia y oscura. Especial y conmovedora, con voces de violencia pero también de inocencia y pureza. Sabe a tierra, a sequía extrema, a calor y fuego, a calcinación y a inmundicia. A lo largo de sus pá...

Montañas

Las nubes claroscureaban en las laderas de las montañas creando un juego alterno de luces, pico iluminado, falda apagada. Tu falda descendía hasta el pico virgen de tus tobillos cuando apagábamos la luz, y así encendíamos el cuarto. Las cumbres salpicadas de nieve eran testigos mudos de tus cálidos terrones de azúcar cayendo en alud por el pecho. En tu espalda seguían los claroscuros del sol de invierno, una senda a través del bosque donde perderse a soñar. El camino se ensanchaba hasta llegar al valle húmedo, y yo, sediento tras el viaje, bebía el maná de tus labios. Y por fin, en la gruta escondida y secreta de tu montaña, nos uníamos al grito del viento y verdecía de nuevo la vida. Fuiste mi definición de paisaje, la savia latente en los árboles, la madera de los pinos y a veces también sus agujas. Fuiste el agua y la tierra, el aire y el hielo, naturaleza salvaje, las hojas caídas y las flores preferidas por las abejas. Fuiste el néctar más dulce y más amargo...

La última estación

Aquel viejo me desconcertaba todos los viernes, cuando yo llegaba a la estación generalmente con prisas y me detenía ante la pantalla donde se anunciaban horarios y vías. A través del cristal adivinaba su silueta encorvada e inmóvil, siempre en el mismo banco del primer andén, como un elemento más que quien hiciera el diseño del lugar hubiera colocado allí. Digo viejo no como una ofensa, sino porque lo era en todo el término de la palabra, y decir anciano no le haría justicia. Ese hombre no sólo llevaba la edad impresa en las arrugas de su cara, en la nariz rubicunda y torcida hacia la izquierda, en el atuendo y en los grados de inclinación de su espalda, en las manos huesudas y agrietadas; tenía la vejez en los ojos, increíblemente claros y acuosos, como desteñidos por el paso del tiempo. Desde cada ángulo parecía una estatua grisácea, un monumento a la senectud. Una de las cosas que siempre me ha preocupado más de envejecer es la dignidad, el cómo envejecer. Envejecer irremedi...