La última estación
Aquel viejo me desconcertaba todos los viernes, cuando yo llegaba a la estación generalmente con prisas y me detenía ante la pantalla donde se anunciaban horarios y vías. A través del cristal adivinaba su silueta encorvada e inmóvil, siempre en el mismo banco del primer andén, como un elemento más que quien hiciera el diseño del lugar hubiera colocado allí.
Digo viejo no como una ofensa, sino porque lo era en todo el término de la palabra, y decir anciano no le haría justicia. Ese hombre no sólo llevaba la edad impresa en las arrugas de su cara, en la nariz rubicunda y torcida hacia la izquierda, en el atuendo y en los grados de inclinación de su espalda, en las manos huesudas y agrietadas; tenía la vejez en los ojos, increíblemente claros y acuosos, como desteñidos por el paso del tiempo. Desde cada ángulo parecía una estatua grisácea, un monumento a la senectud.
Una de las cosas que siempre me ha preocupado más de envejecer es la dignidad, el cómo envejecer. Envejecer irremediablemente mal, retirarse de la vida incluso antes de irse realmente de ella, estar pero no estar, convertirse en un ser decrépito, torcido y triste, parecer un trasto inútil roído por las inclemencias del tiempo. No era su caso. Aquel era un viejo digno, un digno viejo.
Un día llegué inusualmente antes de la hora a la que partía mi tren y pude detenerme a observarlo mejor. Salí fuera tras comprar el billete y me apoyé en una pared concienzudamente cerca de él, me encendí un cigarrillo y el humo tras la primera calada revoloteó creando nubes caprichosas, como las del cielo ese día. Estaba despejado y el sol se deleitaba en la boina del viejo, desvelando diminutas partículas de polvo que me recordaron al efecto luminoso que crean los rayos de luz en el mar, ese brillo cegador. El viejo brillaba al sol.
Su postura, aunque rígida y estática, era relajada. Sólo miraba al frente, a las hileras de hierro y tablones de madera que día tras día eran tránsito de miles de personas y mercancías. Llegó un tren y sus ojos se movieron ligeramente entre los viajeros que se apeaban. El revisor lo saludó con un leve gesto de mano. Un rato después unos hombres empezaron a descargar los vagones de una máquina más alejada y los observó con atención. Disfrutaba.
El viejo repartía su iris aguado entre las vías y absorbía vitamina C, y disfrutaba.
Descarté entonces que esperara a nadie, y mucho menos que aguardara ningún tren. Pensé que igual que se suele encontrar a abuelos vigilando obras y a otros dando de comer a palomas en parques, aquel viejo sentía predilección por pasar el rato entreteniéndose en una estación de ferrocarril.
Pensé también que debe ser una extraña satisfacción poder ver los trenes pasar sin más, sin ningún motivo, hacerlo con una sonrisa, tranquilo para tus adentros, sin prisas, sin horarios ni destino; sólo verlos pasar. Poder decidir dejarlos marchar y querer permanecer en tierra, sentir que se está donde se tiene que estar, no tener la necesidad de huir a otro lugar. No desear ser otro ni soñar con otras vidas que esperen al final de otra estación, no buscar en los mapas el recorrido de las líneas que puedan conducir a algo mejor.
Sonó un pitido y una voz que avisaba a los viajeros que embarcaban en mi dirección me sacó del ensimismamiento. Con un respingo eché a andar y por el rabillo del ojo sentí como el viejo me miraba. Al pasar por delante de él levantó la mano y sin hablar me hizo un gesto pidiéndome un cigarrillo. Lo pude mirar entonces directamente de frente y su vejez me estalló en la cara, me ahogué un poco en esos ojos pálidos y tranquilos que gritaban desde lejos, desde almanaques centenarios y calendarios ya borrados, y sentí demasiado cerca la muerte y el peso de la vida. Le tendí el paquete y carraspeó un gracias ronco y apagado. Esa tarde me fui en el tren llevando a las espaldas algunos años más.
A la semana siguiente volví a verlo, y a la siguiente, y muchas siguientes más. Hasta que un día mi vida cambió de ciclo y mis pasos de escena, y no tuve que volver a aquella estación los viernes, y mi camino siguió otras sendas y otras carreteras.
Sí, sigo pensando, debe ser una satisfacción poder ser tan fuerte como para seguir ileso tras dejar tantos trenes pasar.
Muy lindo.
ResponderEliminarMuchas gracias :)
EliminarREDIEZ, mira si tienes calidad narrativa que se puede estar físicamente en la escena que describes con sólo leerte. BRILLANTE!!!!
ResponderEliminarLa potencia alegórica que tiene la figura del tren corre de la mano con otras grandes que jalonan el recurso literario para referirse al paso y la no permanencia, como las aguas de los ríos y las nubes del cielo. PERO...al introducir a tu "digno viejo, viejo digno", me ha venido a la memoria un pensamiento rotundamente genial que leí hace tiempo de un tal Ramiro Calle y que dice más o menos así: "los pensamientos son como las nubes en el cielo de la mente, estos van y vienen y toman de él su substancia, más él permanece" De alguna manera entronca con aquello que se viene en llamar "filosofía perenne" y que solemos enraizar en Oriente aunque está presente en todas las tradiciones del orbe.
Muy, muy bueno, Patricia. SÍ SEÑORA, CHAPEAU!!!
Un besazo!!!
Tu comentario es más DIGNO que mi propia entrada jajaja
EliminarGracias, primero por leerme y adularme, es un honor siempre que te guste y que me lo digas así, y segundo por tu dato tan interesante del tal Ramiro Calle, me gusta ese "más él permanece". La figura del tren es harto repetida y explotada... pero me gusta tanto, no puedo dejar de usarla :P
Un besazo también!
La peor estación es la de la cobardía, la de la indecisión. Cualquier tren no tomado se lleva su carga de incógnitas y de ilusiones no vividas.
ResponderEliminarSí, el miedo a no arriesgarse, y los trenes que perdimos...
EliminarGracias por leerme Diego, besico
Supongo que llega el momento en la vida en el que ya no es importante ni trascendental pensar en los trenes perdidos...Supongo que lo que está por llegar está más cercano y además será inevitable, así que supongo también que lo realmente positivo será la actitud ante esas pérdidas...Así que hay que aprender a vivir para aprender a morir...Bonito relato!
ResponderEliminarBesos Patricia! ;)
Tienes razón Sofya, las personas mayores (o cuando llega ese momento en la vida del que hablas) supongo que ya están curtidos, que han aprendido a aceptar a la muerte y no a huirla, tal vez son más felices en esa tranquilidad.
EliminarGracias por leerme :) un abrazo!
Creo que lo más importante es pararse en donde a uno le plazca. La Sabiduría que no tiene porqué estar en la misma estación para todos. Algunos alcanzan el final del trayecto despues de un montón de kilómetros vacuos en trenes sin rumbo y sin haber aprendido nada.
EliminarColette dijo "Le voyage n´est nécessaire qu´aux imaginations courtes:"
Bienvuelta y besote :)))
Merci Fram, me ha gustado mucho esa cita de Colette, la anoto en mi cuardeno :D
EliminarJe suis d'accord avec toi, merci!!!
Bienvuelta siempre es buena si me lees! un abrazo enorme :D
Si es que lo de las estaciones tiene su aquel.
ResponderEliminarYo solo acudo, como mucho, cinco minutos antes de partir, no sé, como que me dan ganas de llorar si no.
Solo una vez de un diciembre no muy lejano llegué pronto. Haciendo tiempo, me tomé dos vinos en el bar de la estación, me lié y me fumé un par de cigarrillos, me acordé de alguien que siempre me deslumbró como escribe y le mandé un sms... bendita la hora!! creo que ese tren pudimos cogerlo los dos a tiempo. Siempre recordaré el momento.
Lo de ver pasar trenes que no coges no me gusta. Lo que me gusta es poder cogerlos todos.
Un besote Patri.
Hay trenes que uno nunca se arrepentirá de haber cogido.
EliminarGracias por leerme y por compartirme ese momento Gata... seguro que daría para un relato hermoso, ya en este comentario es un microcuento que me ha hecho sonreír. Me alegro mucho,debe ser verdad que a veces hay finales felices :)
EliminarA mí también me gusta coger trenes, todos los posibles; tal vez me equivoco, pero pensé que llegada una edad quizá se alcanza ese sosiego de no necesitar hacerlo.
Diego, desde luego que es así :)
:) besotes a los dos