Recuerdos de Bélgica 2: Laundry time

Ahora que miro atrás, me maravillo de que fuera capaz de acometer aquella empresa y no odiarla. Al contrario, me encantaba. Mi espalda aún se resiente; mis recuerdos y buenos momentos, no.

Y es que en Bélgica, especialmente donde yo vivía, lo de tener lavadora en casa es un mito urbano. Y ya si es un piso o residencia de estudiantes, apaga y vámonos. Por eso hay decenas de pequeñas lavanderías desperdigadas por toda la ciudad, abiertas todos los días del año, con precios razonables.
Yo tuve la "suerte" de tener una no muy lejos de casa, con el añadido de estar al lado de un supermercado bastante barato. También había un gimnasio, pero eso ni lo pisé; ya me parecía bastante ejercicio tener que echar el viaje cargada hasta allí. Porque la otra cara de la moneda, la de la mala suerte, era que mi vivienda se encontraba en una parte en pendiente de la zona; y muy, muy en pendiente.
Así, el camino hacia la lavandería era un paseo principalmente agradable: cuesta abajo, al hombro una bolsa grande del Ikea hasta los topes de ropa, sábanas y toallas, y en la mano contraria un carrito de la compra muy bohemio, con ilustración de la Tour Eiffel incluida. Al principio, en la otra mano llevaba el paraguas; al final me resigné a mojarme. Se convirtió en una rutina feliz pasar por delante de la gasolinera, con su eterno anuncio de bollos recién hechos (a ver quién se lo creía); torcer y bordear un bloque de estudios con las ventanas abiertas insinuando a los estudiantes dentro, haciendo de todo menos estudiar; observar la fachada de una de las casas, verde y viva, completamente invadida por una enredadera que a la vez daba sensación de vida y de ahogamiento, un rostro de hojas que la engullía; después, cruzar por una colina hecha jardín y embarrarme las botas de agua (más de una vez resbalé) hasta llegar a la explanada de césped contigua al establecimiento. En cambio, la vuelta a casa, ahora con el carro cargado, cuesta arriba, y casi siempre con el viento y la lluvia en la cara, era un pequeño infierno. Pero ese infierno estaba en Bélgica, y merecía la pena.

Una vez que llegaba a la lavandería, empezaba un ritual que en verdad echo de menos. Primero, seleccionar una máquina vacía, siempre la que tuviera un número que me gustase, a veces soy un poco supersticiosa; meterlo todo corriendo procurando que nadie, si lo había, viera mi ropa interior, en un absurdo arranque de pudor femenino; pagar y a girar. Segundo, tras inspeccionar el lugar y concluir que nadie parecía un ladrón de sujetadores españoles, echaba a correr al super, compraba, y en el último momento añadía al carrito, aunque intentara controlarme,  un paquete de waffles o de galletas de chocolate. Y el tercer paso, el más maravilloso y anhelante: me sentaba delante de las lavadoras, con el antojo dulce del día en el paladar y un libro en la mano, aunque he de reconocer que casi nunca conseguía leer mucho. Acababa quedándome ensimismada, contemplando los giros hipnóticos del centrifugado, recordando irremediablemente aquella estupenda película, y pensando que yo pediría, por favor, sesenta y cinco minutos más. Pero entonces sonaba el pitido que anunciaba el fin de la colada, y el cuarto y último paso consistía en rezar para acertar a la primera el tiempo que necesitaría la secadora para hacer su trabajo. Acababa yéndome con la ropa medio mojada, porque, en fin... se iba a humedecer de nuevo por el camino.

También conocí a gente en aquella lavandería. Recuerdo a un chico español, de Valencia, con el que hablé de la crisis, de las becas, de política; hasta intercambiamos el facebook por si necesitábamos algo, nunca vienen mal contactos natales en tierra extranjera. También a una joven alemana, muy simpática, creo que se llamaba Julie, con la que estuve toda la hora charlando de cosas sin importancia. Había indios y asiáticos que te preguntaban por el funcionamiento de las máquinas, negros afables con música en los oídos (perdón por no usar el eufemismo, pero yo considero que todos somos de color), ancianas que doblaban con parsimonia la ropa antes de irse y te dedicaban sonrisas. Gente de toda clase, edad y condición. Una única vez coincidí con el dueño, pues allí nunca hay nadie y los únicos vigilantes son las cámaras de seguridad. Era un hombre grande y robusto con un bigote grisáceo y generoso.

En fin, que me gustaba aquel lugar, con sus carteles de instrucciones en flamenco, inglés y francés, su máquina expendedora de detergentes y suavizantes, la tele sin volumen y con subtítulos de los que sólo entendía palabras sueltas, las lavadoras que por momentos parecía que iban a estallar. Eran ratos gratos, de intimidad personal, y también una forma de fundirse con su sociedad y comprender sus hábitos y su carácter. 


No para de venirme este recuerdo belga a la mente estos últimos días de forma inevitable. Porque resulta que me he cambiado de vivienda, y ésta en la que estoy no tiene lavadora. Resulta también que, casualmente, causalmente, estos meses atrás se han abierto, de forma inaudita en Murcia, unas cuantas lavanderías; en concreto, una cerquísima de donde ahora vivo. Y resulta, que lejos de ser un fastidio, estoy encantada, y deseosa de poder acercarme allí, con un libro y una sonrisa, a relajarme obligadamente, durante ese rato en que la vida se para en seco para después girar y te deja contemplarla de otra forma.

Esto es lo que yo recuerdo y cómo lo recuerdo van Belgïe, de ma Belgique.

Comentarios

  1. Te he visto ensimismada en la lavandería, con tu descripción que además de detallada resulta divertida pues plasmas tus propios pensamientos y eso le da un carácter intimista que me ha encantado (por ejemplo lo de los sujetadores españoles...Ja ja ja). Las fotos son un complemento muy importante a lo que nos cuentas porque con ellas y con lo que tu describes arriba es como te he dicho, tan fácil verte por allí...
    ¡La casa verde es fantástica!, que belleza de fotografía...
    En fin, que me está encantando este viaje por Bélgica que nos estás regalando de manera tan amena.

    Besitos Patricia! :)

    ResponderEliminar
  2. Por un momento me he transportado a esa lavandería, a esas cientos de historias que giraron frente a los giros hipnóticos de las máquinas. La viva imagen de una película francesa, en la que el tiempo parece detenerse, menos la vida de sus actores. Con tus palabras, es fácil sentir nostalgia aun sin haberlo vivido.

    Besos!

    ResponderEliminar
  3. :D Te vas a reír pero tu evocación de colada me han recordado algo más rústico: los lavaderos de los pueblos donde a diferencia de tu lavandería solitaria y de ensimismiento había más movimiento y vida ruidosa. Yo no los he conocido "activos" por supuesto pero como monumentos muy mimados en mi tierra: los hay inmensos o pequeños pero siempre preciosos y floridos.
    Me encanta la foto de la casa vestida de hiedra. Me recuerda la de mi infancia que también lo estaba. Estuve alojada hace poco en una, vestida de jazmín :))
    Besotes y sonrisas.
    Ps ¡¡También me has recordado la pila de ropa que tengo para planchar mañana!! :D:D

    ResponderEliminar
  4. Soy yo otra vez... ¿te pasa algo en los pies? :D:D:D

    ResponderEliminar
  5. Admiro tu memoria y tu capacidad de transportar a esos momentos felices. Lo de las lavanderías parece que empieza a ser habitual, por el centro de Madrid han abierto varias y yo nunca las había visto antes salvo en las películas (que por cierto, siempre son lugares para hacer amigos o conocer a las personas de tu vida).

    En fin. ¡Qué maravillosa estampa!, ¡qué bien narrado!...¡qué malditas ganas de huir a ese momento y lugar!

    Un abrazobeso enorme.

    ResponderEliminar
  6. He disfrutado con tu crónica erásmica, Patricia. Erasmus, inter-raíl, vuelos low-cost... cuántas ventajas tenéis los jóvenes frente a vuestros abuelillos reales o virtuales. Quién hubiera pillado esas oportunidades. Me gusta el equilibrio de tu reflejo sobre el respaldo de la silla :)

    ResponderEliminar
  7. Siempre he alucinado con este tema de las lavanderías, aunque no conozca ninguna, siempre me atrajo.
    En España no hay costumbre y yo, que tengo que mudarme pronto, he incluído mi lavadora en el inventario. Aunque casi que me dan ganas de marcharme sin...
    Bonito relato Patri :)
    Un beso.

    ResponderEliminar
  8. "quien sea el que recuerde,
    el que remueva con ternura..."

    Deliciosa recreación, Patricia... un big bang cotidiano que pocos son capaces de percibir, y mucho menos de narrar así... Sugiero leerlo con Time Lapse, de la Michael Nyman Band, de fondo...

    Besote!

    ResponderEliminar

Publicar un comentario