Cuando se acuestan la razón y el deseo, llueve sobre mojado

Lo bueno de los años es que curan heridas,
lo malo de los besos es que crean adicción.
Joaquín Sabina


Se despertó con el rímel corrido y el pelo enmarañado, y notó el tacto suave de las sábanas al recobrar conciencia de su cuerpo. Estaba boca abajo, con el cuello torcido hacia la izquierda, el lugar donde debía haber estado él. Pero cuando entreabrió los ojos y enfocó presionando como hacen los miopes, no vio nada.

Me desperté y la vi a mi lado, hecha un ovillo, y su cabello era la madeja de oro. Me incorporé con cuidado, sin hacer ruido, y la observé desde la pared, como quien observa un regalo con miedo a que desaparezca.

Y al encontrar el hueco de su ausencia en el colchón, estiró la mano y tocó las arrugas que habían dejado su espalda, arrugándose un poco más el corazón. La luz entraba con miedo por la ventana, las cortinas descorridas, el vaho del alba insuflando despertares. Pestañeó. Él siguió sin estar allí. Pestañeó y lloró. Lloró lágrimas antiguas.

Miré hacia la calle y era temprano, esa hora en que el día empieza a colarse por las rendijas y nos recuerda que hay que volver a empezar. ¿Y cómo iba a empezar yo ese día?

Pensó que quizás había sido un sueño, uno de tantos, un beso inventado, y acarició la soledad de la cama con dedos de gata. Pero su olor seguía allí, latente, como el fuego de las pasiones que desencadenan tragedias, y palpitaba en sus fosas nasales, hiriéndola en lo más hondo de su intuición.

Le besé la piel despacio, tenue, delicado, con el silencio de los que aman a escondidas y no quieren ser vistos. Aspiré su aroma nocturno una vez más, acaricié su cuello de cisne dorado, y me batí en duelo con la idea de condenar todos esos verbos a un eterno pasado.

Intuyó cuando se encontraron que aquello iba a pasar, pero era tan tentador, abrazar la felicidad, sólo un momento, sólo una noche, por qué no habría de permitírselo. Habían vivido a costa de negarse la vida, se habían empeñado en adelantar los finales, en abrir heridas ya curadas, por qué no cambiar una de sal por azúcar, que no escociera.

¿Y cómo iba a empezar yo el día? No puedo afrontarlo sin ella. No otra vez. ¿Y ella sin mí? No queremos más cicatrices. No otra vez.

Pero ahora escocía, y quería morirse de escozor. Dudó si levantarse a abrir el ventanal, si ventilar la estancia y el alma, pero no quiso moverse, trató de no romper el hechizo. Estuvo quieta, aguzada, durante siglos, y una eternidad después, se resignó y pisó la moqueta como si andara en cristales. Desanduvo los pasos de la noche anterior, sintiéndose mucho más vieja que entonces, y llegó a la cocina.

Me vestí, recogiendo la ropa de un suelo que me miraba y decía que sería la última vez, un suelo de cristales rotos. Deambulé por el piso como un sonámbulo que llevara siglos sin soñar, y una eternidad después, abrí la puerta y me marché con la luz del día.

Sobre la encimera vio los restos del último adiós, como una burla jocosa a su ilusa ilusión, la misma de tantas otras veces. Como un autómata cogió una taza del armario, y en un ataque de rabia fue a estrellarla contra el suelo para así pisar cristales de verdad. Pero escuchó un tintineo de llaves.

Pero antes de irme cogí sus llaves.

Y la manivela se movió, y como un engranaje movió su corazón, y corazón y puerta se abrieron a la vez, viejos pero hospitalarios, cansados pero esperanzados, heridos pero cicatrizados. Un corazón de caoba con vetas de azul cobalto.

-¿Tienes otra taza para mí?- y con su sonrisa me recordó de nuevo porque era adicto a ella.




Hoy necesito escribir un final feliz.

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