Western breve
Nació con la mirada aviesa y fatalista, pero no era una mala mujer. Ya fuera por aburrimiento o por un pesimismo innato, se empecinaba en verle un final descarriado a todo lo que discurriera ante sus ojos. Cada mañana, mientras barría el soportal que daba entrada a su casa, observaba las camionetas deslizarse entre los baches de la carretera de en frente y, sin malicia pero con seguridad, imaginaba como alguna habría de, inevitablemente, precipitarse hasta el arcén y estrellarse contra algún árbol, de esos de tronco nudoso y centenario que conformaban la avenida de piedras. Veía las mercancías balancearse en los traseros de los camiones, y al instante sus ojos las colocaban en el suelo, rotas y desparramadas, en un destino fatal.
Fatal era también la suerte de los vecinos, o eso creía ella. La una por un motivo, el colindante por otro, pero sin duda a todos habría de acontecerles algo malo, sólo era cuestión de tiempo, porque la mala suerte era algo innato a la vida y al ser humano. Acudía a la iglesia como la que más, y allí seguía con la vista a las gentes del lugar, mientras se arrodillaban ante el sacerdote y recitaban sus plegarias. Pero nada podría salvarles, se decía; lo escrito, escrito está.
Nadie podía decir que había contagiado a su marido su pesimismo y su afán de suponer una desgracia donde ponía el dedo. En verdad, había sido un hombre cabizbajo y grave desde que se conocieran, un hombre hecho a aceptar lo que le viniera de frente; aguantaba los golpes, no le dolía el destino. Por eso, aceptó en silencio las malas noticias tras años casados: su mujer tenía el vientre seco, tan seco como el viento del oeste que corría en aquellas tierras. Se permitió, tras aquello, contratar a un par de muchachos que vivían bajo el cuidado de la parroquia para que le ayudaran en las faenas del campo, no como un sustituto a los hijos que podría haber tenido, sino como compañía y labor cristiana; no estaba enfadado con Dios. Aquellos jóvenes asilvestrados corrían por la finca y alborotaban más que ayudaban, pero al hombre le hacía bien escuchar voces alegres, y relajaba el semblante. Mientras, su mujer barría el porche y los miraba siempre con el mismo aire preocupado, esperando en cualquier momento que se cayeran en una acequia o se quebraran una pierna, pero sin desearles ella ningún mal; era la mala fortuna que persigue a todos.
Luego del trabajo en la finca, iban del brazo por el pueblo como si fueran felices, porque en realidad lo eran, y lejos de hacer caso a las habladurías sobre su barriga plana y la ausencia de vástagos, ella continuaba dedicando a todo el mundo su mirada fatalista pero libre de pecado, colgada de su marido, y pidiendo al destino que, al menos, nada malo le sucediera a él.
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