Comecocos.

Me desperté sudando tras la pesadilla. Las sábanas de seda estaban enredadas en mis piernas y me estorbaban como si fueran de esparto. Había tenido uno de esos sueños demasiado reales, y quizás no tan imposibles. Estaba en el Gran Teatro una noche más, y entraba dispuesta a ver la última ópera venida de Alemania, maravilla del espectáculo y la voz. Avanzaba por el corredor en silencio, y a mi paso, dejaba caer el contenido de mi bolso de piel, uno a uno: la barra de labios de Chanel, el monedero incrustado en pedrería, los binoculares en tono burdeos, el pañuelo bordado, el frasquito de perfume... Cada pocos metros metía la mano y sacaba uno, que volaba por el aire como a cámara lenta hasta hacerse añicos en el suelo, o deslizarse grácilmente y en silencio. Nadie parecía verme. Tras el corredor, llegaba a la cafetería del teatro, una suerte de Café chic con decoración de los años veinte, como el mismísimo comedor del Titanic. Allí me sentaba en una mesa, y notaba que el resto de presentes me miraban y señalaban. Se acercaba entonces una mujer enfundada en un estilizado traje negro, que se dirigía a mí diciendo mi nombre, y conminándome a abandonar el lugar. Yo me mostraba ofendida, y ni siquiera contestaba. Se oía entonces una voz que retumbaba en las antiguas paredes color blanco roto, que preguntaba, ¿cómo piensas pagar todo esto? Una y otra vez. Yo cerraba los ojos, mientras la voz se repetía, cavernosa, y al abrirlos, el público continuaba apuntándome con el dedo. Notaba entonces que me encontraba sin mi vestido largo ni mi ropa interior de encaje, sólo llevaba una manta por encima que me asfixiaba de calor. No tienes nada, me decía a mí misma. No tienes nada. La mujer de negro estaba en la puerta indicándome la salida, y de fondo, empezaban a escucharse los cantos ahogados en alemán, bellos y sarcásticos, como una burla de grandiosidad ante mi precariedad. Me quedaba un solo tacón en un pie, y lo arrastraba hacia la puerta mientras una nube negra me envolvía. Me desperté sudando tras tropezar.

Conseguí zafarme de las sábanas y alcanzar la alta mesilla de noche y su lámpara para iluminar la estancia. El cuarto donde dormía era amplio y ricamente engalanado, y nuestra cama de matrimonio se veía inmensa, sobre todo ahora, porque sorprendentemente, estaba vacía. Su lado de la cama ni siquiera estaba deshecho. Aún confundida por el extraño sueño, recordé que se había quedado trabajando en el despacho, instándome a acostarme sola y prometiéndome que me acompañaría pronto. Parecía que no lo había hecho. Eran las cuatro de la mañana.
Bajé y me calcé las zapatillas de algodón. Crucé los pasillos de la pequeña mansión hasta llegar a donde mi marido trabajaba, y encontré la puerta entreabierta y un hilo de luz de Luna colándose por la abertura. La abrí, y no había nadie. Sobre el escritorio de cerezo había varios papeles desordenados, plumas y un tintero vacío, además de las acostumbradas pilas de carpetas y documentos. El resto de la sala se veía atemporal y estática, como si llevara años acumulando polvo. Excepto una cosa. Un elemento que destacaba entre los demás y acaparaba la atención por estar tan fuera de lugar.

Sobre el sillón provenzal había un comecocos de papel.
Uno de esos juegos de niños que se hacían en la escuela, plisando un folio blanco cuidadosamente para después escribirle números y colores y jugar a las adivinanzas. Pero este comecocos nada tenía de infantil e inocente, y sólo descubrirlo sobre la tela estampada me erizó la piel.

Me aproximé y la tenue luz lunar adivinaba sus caras, todas pintadas de azul expecto una, en blanco, con un número: el 4012. Temblando y sin cesar de preguntarme donde estaría mi esposo y qué significaba todo esto, cogí el juguete e inserté mis dedos en sus concavidades, y lentamente los moví, mientras el comecocos se abría y cerraba como el pico de un pájaro, dispuesto a atacar. Levanté la solapa en blanco, y debajo no había un mensaje en letras, sino uno mucho más claro. Una mancha de sangre. Un comecocos al más puro estilo Smiley sangrado.
Chillé y dejé caer la figura maligna al suelo. Miré a mi alrededor en la habitación y le llamé a gritos, pero sólo me respondía el silencio de la noche y de los cuadros que adornaban las paredes. Reparé entonces en algo que no había visto antes: uno de los retratos estaba boca abajo. Presa del pánico y sin saber ni qué estaba haciendo, me acerqué y lo descolgué. Detrás había una caja fuerte. No tenía conocimiento de aquella, pero sí del resto repartidas por el caserón. Sin detenerme a pensar, giré la combinación que por fuerza tenía que ser. 4. 0. 1. 2. Cuando accioné la manivela no estaba preparada para ver lo que encontré dentro.

Una sola hoja de papel.  Una entrada para una función de Ópera en el Gran Teatro. Una frase en tinta roja y fresca.

"Esta noche lo has perdido todo".

Comentarios

  1. Zas, que forma de mantener la tensión hasta el final, se le puede poner una banda sonora tipo psicosis y se te pondrían los pelos como escarpias.

    Hay material para un relato largo de esos que no serías capaz de leer a partir de las 22.00 de la noche :-)

    PD: Nueva faceta descubierta. ¡¡100 puntos de premio!!

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    1. :D :D :D :D :D :D :D :D :D gracias de corazón y sinceras, la historia siguió en mi cabeza pero se hizo de noche y me dio miedo escribirla ;) ya lo haré.
      Gracias por el premio, wiiiii el mejor premio es que lo leas y te guste!!!

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