Desembocadura
Siempre tengo la misma sensación.
Fría, angustiosa, inquietante.
Que la vida se me escapa entre los dedos.
Que el tiempo fluye por las líneas de mis manos, lejos de prediciendo la vida, adivinando la muerte. La muerte y la suerte, mano izquierda o derecha, arrugas impresas en una piel condenada. El gasto, el malgasto. Las uñas astilladas, de impaciencia, del tiempo aguardando, esperando. La erosión en la dermis, y más abajo, mucho más abajo, donde no llegan los análisis. La vida corriendo como un río de agua y sangre por los brazos, indómita, imparable. La sangre, vapuleada, con espuelas de latidos, con látigos de venas. El agua, descongelada, y su raudal torrencial, incipiente, formándome entera, con el ansia de secarse.
Esa vida. La vida apresurada descendiendo por los brazos, desembocando tras mis muñecas, encharcándose en mis manos, como el río acaba en el mar y la sangre en el corazón. Salta entre los dedos, juega a huirme, y me huye. Se burla de mí. Me hace creer que la tengo, y descargándose eléctrica desde el cerebro me da el tacto, y sin tacto me lo vuelve a quitar. Circula por mis yemas regalándome sensaciones, caricias. Puedo tocarla, o eso creo. Toco la vida con los dedos, y después nada. La noto fluir, transparente y leve como un suspiro. Y volar. Y escaparse.
Esa vida, corriendo entre mis dedos, no se deja atrapar. Incontenible, incorregible. Me hace única, me da sus huellas, pero hasta las dactilares las hará borrar.
Esa vida, acabándose hacia la oscuridad, como el río acaba en el mar y la sangre en el corazón.
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