Melancolía y Madrid
Estoy sentado en mi café favorito de la calle Princesa cuando te veo pasar. El viento y tu prisa mecen tu cabello y las compras que cuelgan de tus manos, firmas caras y ostentosas. Cuánto habrás cambiado.
Al principio ni me inmuto, tu persona se ve borrosa a través de los cristales sucios que son ventana tras mi taza, y pienso que los ojos me están jugando una mala pasada, o tal vez el corazón. Pero eres tú, y danzas en tacones por la calle de en frente, siendo más princesa que ella misma, con la elegancia innata y casual que siempre has tenido.
Me quedo congelado en el asiento. Preguntas. Años. Ausencias. Dudas. Si querrás verme. Si te acordarás de mí. Minutos. Pérdidas. Madrid. Certezas. Yo quiero verte. Yo no he podido olvidarme de ti.
Deslizo unas monedas a la mesa desgastada y me desgasto en un segundo mientras corro a alcanzar la puerta, un segundo de esos que parecen horas, ahora todo va a cámara lenta.
El frío incipiente de esta tarde oscura de invierno me golpea en la cara y casi lo agradezco, porque me despierta del estupor que aún tengo, ¿dónde estás, dónde has estado? Veo un abrigo mostaza ondear y reconozco tu paso firme. Mis ojos corren más que yo, al igual que mis recuerdos, mientras persigo tu silueta calle abajo.
El color mostaza como los rayos de sol, como los granos de cereal tostados. Te veo en mi memoria, tan joven como siempre, más hermosa que cualquiera. Otra época, otro lugar, quizá otro hombre y otra mujer, no tan adultos, no tan desconocidos. Caminabas trenzando tu pelo imitando el cuerpo de las espigas y la suavidad del algodón, yo te sostenía el pañuelo, te miraba embelesado. Te hacía el amor en el río, cuando nadie nos veía, ni siquiera el río mismo. Sentía tu agua y me regabas. Luego me dejabas contemplar tu silueta larga y esbelta, como los tallos del maíz, y nos perdíamos por esos campos. Tú acariciabas las mazorcas, yo siempre te quería acariciar a ti. Tocabas con los dedos el mechón de pelo de la planta, y si estaba rubio la abrías, descubriendo los granos dulces y dorados. Frotabas dos mazorcas juntas y el maíz redondo saltaba a tu boca y a la mía, y yo me moría de dicha y de placer. Nos tumbábamos y me hundía en el hueco de tu brazo, rogando que no me expulsaran de allí. Tú enviabas a tus ojos de viaje a las nubes, abstraída, perfecta e impasible. Si nunca supe qué pensabas lo ignoré entonces, era demasiado feliz.
Deslizo unas monedas a la mesa desgastada y me desgasto en un segundo mientras corro a alcanzar la puerta, un segundo de esos que parecen horas, ahora todo va a cámara lenta.
El frío incipiente de esta tarde oscura de invierno me golpea en la cara y casi lo agradezco, porque me despierta del estupor que aún tengo, ¿dónde estás, dónde has estado? Veo un abrigo mostaza ondear y reconozco tu paso firme. Mis ojos corren más que yo, al igual que mis recuerdos, mientras persigo tu silueta calle abajo.
El color mostaza como los rayos de sol, como los granos de cereal tostados. Te veo en mi memoria, tan joven como siempre, más hermosa que cualquiera. Otra época, otro lugar, quizá otro hombre y otra mujer, no tan adultos, no tan desconocidos. Caminabas trenzando tu pelo imitando el cuerpo de las espigas y la suavidad del algodón, yo te sostenía el pañuelo, te miraba embelesado. Te hacía el amor en el río, cuando nadie nos veía, ni siquiera el río mismo. Sentía tu agua y me regabas. Luego me dejabas contemplar tu silueta larga y esbelta, como los tallos del maíz, y nos perdíamos por esos campos. Tú acariciabas las mazorcas, yo siempre te quería acariciar a ti. Tocabas con los dedos el mechón de pelo de la planta, y si estaba rubio la abrías, descubriendo los granos dulces y dorados. Frotabas dos mazorcas juntas y el maíz redondo saltaba a tu boca y a la mía, y yo me moría de dicha y de placer. Nos tumbábamos y me hundía en el hueco de tu brazo, rogando que no me expulsaran de allí. Tú enviabas a tus ojos de viaje a las nubes, abstraída, perfecta e impasible. Si nunca supe qué pensabas lo ignoré entonces, era demasiado feliz.
Mis recuerdos se detienen porque tú frenas de un golpe. Sin percatarme estamos ya frente al Palacio de Liria. Un Palacio para una princesa. Me doy cuenta de que debo actuar, pero no sé cómo. El espeso follaje de los árboles crea sombras que te tapan y destapan; tú esperas plantada en la acera, plantada como la flor de verano que eras, ¿mía?, tal vez sólo fuiste tuya.
Cuando decido romper los únicos metros que me separan de ti, el abismo kilométrico de años luz me absorbe en esos últimos pasos y aparece un lujoso coche negro. Un chófer baja a abrirte la puerta. Yo grito en silencio y escucho tu voz cristalina de riachuelo, al Gran Teatro, por favor. Te escapas, te alejas, te pierdes. Podría haberte llamado, haber gritado tu nombre, pero desconozco si tu nombre eres aún tú. Así que elijo morirme, convertirme en una mancha negra por las calles de Madrid, ser vagabundo hasta que me consuma esta melancolía que me acaba de invadir. Elijo esperarte, como cada verano hacía, hasta que un verano no salió tu sol. Me vuelvo a mi café, la tarde se ha hecho noche, y esta noche, más noche que cualquiera, va a ser muy eterna.
Ufff...me ha quedado una sensación rara, entre nostálgica y triste, tal vez haya sido imaginarme las calles de mi ciudad e imaginarme caminando por ellas, no lo sé. Tal vez sea que a veces, desde las ventanas de un café, ves pasar a alguien y de golpe...envejeces siete años.
ResponderEliminarSalud.
Esa es justo la sensación que el relato pretende crear....ese día tenía un nubarrón de melancolía encima, y el cielo de Madrid siempre es inspiración.
ResponderEliminarMe fascina esa frase, lo que engloba, envejecer de golpe, el peso de los años y las heridas, que a veces lo arruinan a uno mucho.
Gracias por leerme :)